Se conocieron
cuando él estaba próximo a cumplir veintiséis años y ella acababa de cumplir
veinticuatro. No se gustaron de inmediato, pero se cayeron bien, siendo la
mutua cortesía un elemento que caracterizó su relación en el comienzo.
Por aquel
entonces, el Monigote, siguiendo el consejo de su mamá, había aceptado comenzar
un curso de contaduría comercial –o algo afín- con el fin de ganar méritos para
su hoja de vida y, en ese sentido, facilitarse la ardua labor de conseguir un
trabajo estable que no fuera del todo mal remunerado. Sin embargo, de
aquella formación no concluyó ni el
tercer semestre, arguyendo –ante él, ante su mamá y ante quien se lo preguntara–
que él ya estaba muy viejo como para seguir gastando dinero en una formación
que, en el fondo, no le garantizaba el objetivo que él deseaba alcanzar.
Fue en una de
las primeras semanas, después de salir de clase (casi todas las clases eran en
la tarde o en la noche) que aceptó acompañar a algunos de sus compañeros a
tomar algo a un bar cercano. Tras algunas cervezas, quienes estaban decidieron
continuarla en otro lugar, e invitar más gente, con el fin de celebrar el
cumpleaños de uno de ellos.
Fue en casa del
cumpleañero donde conoció a Claudia (¿o se llamaba Andrea?), amiga del colegio
de uno de sus compañeros de curso. Y pese a que entre ellos no pasó nada
aquella noche, intercambiaron teléfonos y empezaron a llamarse, primero; y
luego a verse, sólo los dos, estrechándose su relación con cada nuevo
encuentro.
Inicialmente, lo
que más le agradaba al Monigote de aquella mujer era su mansedumbre; y, semanas
después de haberla conocido, cuando se enteró que ella había tenido que abortar
algún tiempo atrás, a solas, poniendo en riesgo su vida y la posibilidad de
volver a quedar embarazada más adelante, el Monigote sintió hacia ella una
especial compasión, que no tardó en convertirse en cariño y, de ahí,
lentamente, en amor.
Claudia (¿o se
llamaba Juliana?) era una mujer cuya fragilidad y mansedumbre lograban alejar
del Monigote el temor a ser usado y desechado por ella. Y se fue entregando,
convirtiendo su eterno singular en un plural restringido, en el que sólo ella
cabía.
La atracción fue
haciéndose mutua. La última relación afectiva de Claudia (¿o era Patricia?) –que
había desembocado precisamente en aquel horrible aborto clandestino– había sido
un traumático fracaso. Tras dicha relación, Claudia había llegado a prometerse
no volver a tener nada con ningún hombre. Pero encontró en el Monigote una
valiosa excepción a la que se le había convertido en regla, al sentirlo tan
respetuoso y afectuoso, tan solitario y aislado del mundo, tan diferente al
cabrón que, tras enterarse de su embarazo, le había dicho que se fuera a la
mierda.
Con ella a su
lado, la vida adquirió color. Empezó a sonreír, a hablar de lo que en ocasiones
sentía; y, pese a abandonar sus estudios, como si una buena estrella iluminase
ahora su camino, no tardó en conseguir trabajo como asesor comercial, que le
garantizaba cierta estabilidad y un salario por encima de la línea de lo
necesario, además de dejarle tiempo para verse con ella y construir, entre
ambos, castillos fantásticos en los que pudieran habitar en su futuro
compartido.
Por ese
entonces, Claudia (¿o era Mariana?) estudiaba salud ocupacional; y esto
fortalecía su natural actitud maternal hacia los demás, en particular hacia el
Monigote, que encontraba en esto una
tranquilidad y una seguridad incluso mayor que la ofrecida por su propia madre,
durante sus años de crianza. Y, así mismo, fue esa actitud maternal y
protectora la que lentamente lo fue alejando del complicado y neurótico mundo
de su mamá, cada día más estrecho e insoportable para el Monigote.
No llevaban un
año de novios cuando él, animado por la energía que Claudia (¿acaso no se
llamaba Laura?) le brindaba, decidió dar el salto a la vida independiente,
dejar a su mamá y conseguirse un lugar propio en el que pasar sus horas libres,
junto a su amada. Fue también –lo notaría tiempo después– una forma de desquite
contra su mamá, por tantas cosas vividas durante tantos años (en especial desde
la separación de sus padres, proceso que tuvo lugar cuando el Moni tenía entre
cinco y seis años de edad).
La relación del
Monigote con su mamá es tema aparte. Primero que todo, era hijo único, no del
todo deseado, pero tenido a fin de cuentas y criado, durante sus primeros años,
en el marco de un matrimonio cada vez más desastroso. Muchas veces le dijo la
madre al padre que no se atreviera a abandonarlos, ya que el niño necesitaba
una imagen paterna; y también, que ella –encargada de lleno de la crianza del
pequeño– no tenía tiempo para conseguir un trabajo que le permitiera mantener
la casa que habitaban. Y el padre del Monigote aceptaría estas razones durante
casi un lustro, hasta hartarse, hasta convencerse de que su mujer lo único que
deseaba era ser mantenida con el fruto de su trabajo, aprovechándose de la
existencia del niño para presionarlo y obligarlo a hacerse cargo de la
manutención de los tres.
Probablemente la
madre del Monigote se confió al creer que su estrategia era infalible; o,
simplemente, creyó que su marido jamás tendría la fuerza suficiente para
contraatacar. De todas formas, lo que ocurrió fue lo siguiente: el padre del
Monigote consiguió otra mujer, visiblemente más joven, con quien no tardó en
establecer una relación afectiva seria; y convencido ya de que los años más
importantes de vida de su primer hijo habían pasado, consiguió un buen abogado
–hermano de su nueva mujer– que cobró poco e hizo una excelente labor, en la
medida en que consiguió que la madre se quedara con el pequeño y, además, que
no tuviera que pagarle mensualidad alguna, argumentando en el respectivo
juzgado que la madre se había acostumbrado a gastar todo lo dado por su cliente
en sus propios lujos, y no en beneficio del menor –lo cual, hay que decirlo, no
era demasiado difícil de demostrar–; con lo que, de asignarle una mensualidad,
en lugar de garantizar la seguridad y el beneficio del hijo, perpetuarían la
pereza y el facilismo de la madre ante el cumplimiento de sus responsabilidades
como progenitora. Todo esto se vio
agudizado por el sorpresivo embarazo de la nueva mujer del padre del
Monigote, prueba clara y fehaciente no sólo de la relación entre ambos, sino
del compromiso adquirido por el padre con su nueva compañera sentimental.
A pesar de que
todo este proceso de separación tomó casi un año, para la madre del Moni todo
pasó muy rápido. De una situación que ella daba por controlada y satisfactoria,
llegó, en muy pocas semanas, a sentirse sola, abandonada y, sobre todo,
vencida, ya que sus menguados recursos no le permitieron conseguirse un abogado
capaz de defender, como ella quería, sus intereses ante los de su triunfal ex
marido.
El padre no dejó
de ser cariñoso con el niño; pero cada vez fue mayor su ausencia. Por una
parte, la madre siempre buscaba ofender a aquel hombre de cualquier forma
posible; y por otra, porque la nueva familia del padre empezó a crecer a gran
velocidad, creciendo así también las responsabilidades que él hubo de atender.
El padre se
encargó de pagar el colegio del niño, hasta que concluyó, con muchos altibajos,
su educación primaria. Obviamente, el hombre se encargaba personalmente de
pagar los costos de la pensión escolar, siendo fiel a su promesa, proferida
ante el niño, de no volverle a dar un solo peso a su ex esposa, habiéndole dado
ya suficiente dinero durante tantos años y habiendo sido este dinero malgastado
en el cuidado de ella, más que en beneficio de él tan necesitado.
Una vez la madre
se convenció de que ya no existía posibilidad alguna de recuperar la relación
tenida con el padre de su hijo, se concentró en conseguir trabajo y en buscar
un nuevo compañero que le facilitara un poco la cotidianidad. Fue entonces
cuando el pequeño se le convirtió en una carga. Por una parte, debido a su
corta edad, no podía dejarlo solo mucho tiempo, ni se podía consentir pagar a
alguien que se encargara de cuidárselo: su padre (el abuelo del niño) había
muerto años atrás y su madre vivía enferma, por lo que no podía garantizarle su
cuidado; le ayudaba, eso sí, con algo de dinero, cada vez que podía. Por otra
parte, en el momento de buscar un nuevo compañero, el hecho de ser madre le
solía jugar en contra, al espantarle a más de un pretendiente, que escapaba de
ella al presentir que lo que ella necesitaba, más que una simple relación
afectiva, era alguien con quien compartir la crianza de su hijo.
Tendría diez,
quizás once años, cuando el Monigote vería a su padre por última vez. Pasaría
casi una década todavía para volverlo a ver, ya siendo para él un señor
desconocido, en su lecho de muerte, pocos días antes de su precoz deceso. Y al
verlo –el Monigote acababa de cumplir veinte años– no sintió por aquel hombre
ni la más mínima compasión, tras haber escuchado durante tanto tiempo las
injurias que, con tanta generosidad, profirió su madre cada vez que se refería
al tipo que los había abandonado a su triste suerte.
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