lunes, 24 de noviembre de 2014

Segunda Parte, segundo capítulo: CLAUDIA Y EL MONIGOTE


Se conocieron cuando él estaba próximo a cumplir veintiséis años y ella acababa de cumplir veinticuatro. No se gustaron de inmediato, pero se cayeron bien, siendo la mutua cortesía un elemento que caracterizó su relación en el comienzo.
Por aquel entonces, el Monigote, siguiendo el consejo de su mamá, había aceptado comenzar un curso de contaduría comercial –o algo afín- con el fin de ganar méritos para su hoja de vida y, en ese sentido, facilitarse la ardua labor de conseguir un trabajo estable que no fuera del todo mal remunerado. Sin embargo, de aquella  formación no concluyó ni el tercer semestre, arguyendo –ante él, ante su mamá y ante quien se lo preguntara– que él ya estaba muy viejo como para seguir gastando dinero en una formación que, en el fondo, no le garantizaba el objetivo que él deseaba alcanzar.
Fue en una de las primeras semanas, después de salir de clase (casi todas las clases eran en la tarde o en la noche) que aceptó acompañar a algunos de sus compañeros a tomar algo a un bar cercano. Tras algunas cervezas, quienes estaban decidieron continuarla en otro lugar, e invitar más gente, con el fin de celebrar el cumpleaños de uno de ellos.
Fue en casa del cumpleañero donde conoció a Claudia (¿o se llamaba Andrea?), amiga del colegio de uno de sus compañeros de curso. Y pese a que entre ellos no pasó nada aquella noche, intercambiaron teléfonos y empezaron a llamarse, primero; y luego a verse, sólo los dos, estrechándose su relación con cada nuevo encuentro.

Inicialmente, lo que más le agradaba al Monigote de aquella mujer era su mansedumbre; y, semanas después de haberla conocido, cuando se enteró que ella había tenido que abortar algún tiempo atrás, a solas, poniendo en riesgo su vida y la posibilidad de volver a quedar embarazada más adelante, el Monigote sintió hacia ella una especial compasión, que no tardó en convertirse en cariño y, de ahí, lentamente, en amor.
Claudia (¿o se llamaba Juliana?) era una mujer cuya fragilidad y mansedumbre lograban alejar del Monigote el temor a ser usado y desechado por ella. Y se fue entregando, convirtiendo su eterno singular en un plural restringido, en el que sólo ella cabía.
La atracción fue haciéndose mutua. La última relación afectiva de Claudia (¿o era Patricia?) –que había desembocado precisamente en aquel horrible aborto clandestino– había sido un traumático fracaso. Tras dicha relación, Claudia había llegado a prometerse no volver a tener nada con ningún hombre. Pero encontró en el Monigote una valiosa excepción a la que se le había convertido en regla, al sentirlo tan respetuoso y afectuoso, tan solitario y aislado del mundo, tan diferente al cabrón que, tras enterarse de su embarazo, le había dicho que se fuera a la mierda.
Con ella a su lado, la vida adquirió color. Empezó a sonreír, a hablar de lo que en ocasiones sentía; y, pese a abandonar sus estudios, como si una buena estrella iluminase ahora su camino, no tardó en conseguir trabajo como asesor comercial, que le garantizaba cierta estabilidad y un salario por encima de la línea de lo necesario, además de dejarle tiempo para verse con ella y construir, entre ambos, castillos fantásticos en los que pudieran habitar en su futuro compartido.

Por ese entonces, Claudia (¿o era Mariana?) estudiaba salud ocupacional; y esto fortalecía su natural actitud maternal hacia los demás, en particular hacia el Monigote, que encontraba  en esto una tranquilidad y una seguridad incluso mayor que la ofrecida por su propia madre, durante sus años de crianza. Y, así mismo, fue esa actitud maternal y protectora la que lentamente lo fue alejando del complicado y neurótico mundo de su mamá, cada día más estrecho e insoportable para el Monigote.
No llevaban un año de novios cuando él, animado por la energía que Claudia (¿acaso no se llamaba Laura?) le brindaba, decidió dar el salto a la vida independiente, dejar a su mamá y conseguirse un lugar propio en el que pasar sus horas libres, junto a su amada. Fue también –lo notaría tiempo después– una forma de desquite contra su mamá, por tantas cosas vividas durante tantos años (en especial desde la separación de sus padres, proceso que tuvo lugar cuando el Moni tenía entre cinco y seis años de edad).
La relación del Monigote con su mamá es tema aparte. Primero que todo, era hijo único, no del todo deseado, pero tenido a fin de cuentas y criado, durante sus primeros años, en el marco de un matrimonio cada vez más desastroso. Muchas veces le dijo la madre al padre que no se atreviera a abandonarlos, ya que el niño necesitaba una imagen paterna; y también, que ella –encargada de lleno de la crianza del pequeño– no tenía tiempo para conseguir un trabajo que le permitiera mantener la casa que habitaban. Y el padre del Monigote aceptaría estas razones durante casi un lustro, hasta hartarse, hasta convencerse de que su mujer lo único que deseaba era ser mantenida con el fruto de su trabajo, aprovechándose de la existencia del niño para presionarlo y obligarlo a hacerse cargo de la manutención de los tres.
Probablemente la madre del Monigote se confió al creer que su estrategia era infalible; o, simplemente, creyó que su marido jamás tendría la fuerza suficiente para contraatacar. De todas formas, lo que ocurrió fue lo siguiente: el padre del Monigote consiguió otra mujer, visiblemente más joven, con quien no tardó en establecer una relación afectiva seria; y convencido ya de que los años más importantes de vida de su primer hijo habían pasado, consiguió un buen abogado –hermano de su nueva mujer– que cobró poco e hizo una excelente labor, en la medida en que consiguió que la madre se quedara con el pequeño y, además, que no tuviera que pagarle mensualidad alguna, argumentando en el respectivo juzgado que la madre se había acostumbrado a gastar todo lo dado por su cliente en sus propios lujos, y no en beneficio del menor –lo cual, hay que decirlo, no era demasiado difícil de demostrar–; con lo que, de asignarle una mensualidad, en lugar de garantizar la seguridad y el beneficio del hijo, perpetuarían la pereza y el facilismo de la madre ante el cumplimiento de sus responsabilidades como progenitora.  Todo esto se vio agudizado por el sorpresivo embarazo de la nueva mujer del padre del Monigote, prueba clara y fehaciente no sólo de la relación entre ambos, sino del compromiso adquirido por el padre con su nueva compañera sentimental.
A pesar de que todo este proceso de separación tomó casi un año, para la madre del Moni todo pasó muy rápido. De una situación que ella daba por controlada y satisfactoria, llegó, en muy pocas semanas, a sentirse sola, abandonada y, sobre todo, vencida, ya que sus menguados recursos no le permitieron conseguirse un abogado capaz de defender, como ella quería, sus intereses ante los de su triunfal ex marido.

El padre no dejó de ser cariñoso con el niño; pero cada vez fue mayor su ausencia. Por una parte, la madre siempre buscaba ofender a aquel hombre de cualquier forma posible; y por otra, porque la nueva familia del padre empezó a crecer a gran velocidad, creciendo así también las responsabilidades que él hubo de atender.
El padre se encargó de pagar el colegio del niño, hasta que concluyó, con muchos altibajos, su educación primaria. Obviamente, el hombre se encargaba personalmente de pagar los costos de la pensión escolar, siendo fiel a su promesa, proferida ante el niño, de no volverle a dar un solo peso a su ex esposa, habiéndole dado ya suficiente dinero durante tantos años y habiendo sido este dinero malgastado en el cuidado de ella, más que en beneficio de él tan necesitado.
Una vez la madre se convenció de que ya no existía posibilidad alguna de recuperar la relación tenida con el padre de su hijo, se concentró en conseguir trabajo y en buscar un nuevo compañero que le facilitara un poco la cotidianidad. Fue entonces cuando el pequeño se le convirtió en una carga. Por una parte, debido a su corta edad, no podía dejarlo solo mucho tiempo, ni se podía consentir pagar a alguien que se encargara de cuidárselo: su padre (el abuelo del niño) había muerto años atrás y su madre vivía enferma, por lo que no podía garantizarle su cuidado; le ayudaba, eso sí, con algo de dinero, cada vez que podía. Por otra parte, en el momento de buscar un nuevo compañero, el hecho de ser madre le solía jugar en contra, al espantarle a más de un pretendiente, que escapaba de ella al presentir que lo que ella necesitaba, más que una simple relación afectiva, era alguien con quien compartir la crianza de su hijo.


Tendría diez, quizás once años, cuando el Monigote vería a su padre por última vez. Pasaría casi una década todavía para volverlo a ver, ya siendo para él un señor desconocido, en su lecho de muerte, pocos días antes de su precoz deceso. Y al verlo –el Monigote acababa de cumplir veinte años– no sintió por aquel hombre ni la más mínima compasión, tras haber escuchado durante tanto tiempo las injurias que, con tanta generosidad, profirió su madre cada vez que se refería al tipo que los había abandonado a su triste suerte. 

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