lunes, 24 de noviembre de 2014

Segunda Parte, segundo capítulo: CLAUDIA Y EL MONIGOTE


Se conocieron cuando él estaba próximo a cumplir veintiséis años y ella acababa de cumplir veinticuatro. No se gustaron de inmediato, pero se cayeron bien, siendo la mutua cortesía un elemento que caracterizó su relación en el comienzo.
Por aquel entonces, el Monigote, siguiendo el consejo de su mamá, había aceptado comenzar un curso de contaduría comercial –o algo afín- con el fin de ganar méritos para su hoja de vida y, en ese sentido, facilitarse la ardua labor de conseguir un trabajo estable que no fuera del todo mal remunerado. Sin embargo, de aquella  formación no concluyó ni el tercer semestre, arguyendo –ante él, ante su mamá y ante quien se lo preguntara– que él ya estaba muy viejo como para seguir gastando dinero en una formación que, en el fondo, no le garantizaba el objetivo que él deseaba alcanzar.
Fue en una de las primeras semanas, después de salir de clase (casi todas las clases eran en la tarde o en la noche) que aceptó acompañar a algunos de sus compañeros a tomar algo a un bar cercano. Tras algunas cervezas, quienes estaban decidieron continuarla en otro lugar, e invitar más gente, con el fin de celebrar el cumpleaños de uno de ellos.
Fue en casa del cumpleañero donde conoció a Claudia (¿o se llamaba Andrea?), amiga del colegio de uno de sus compañeros de curso. Y pese a que entre ellos no pasó nada aquella noche, intercambiaron teléfonos y empezaron a llamarse, primero; y luego a verse, sólo los dos, estrechándose su relación con cada nuevo encuentro.

Inicialmente, lo que más le agradaba al Monigote de aquella mujer era su mansedumbre; y, semanas después de haberla conocido, cuando se enteró que ella había tenido que abortar algún tiempo atrás, a solas, poniendo en riesgo su vida y la posibilidad de volver a quedar embarazada más adelante, el Monigote sintió hacia ella una especial compasión, que no tardó en convertirse en cariño y, de ahí, lentamente, en amor.
Claudia (¿o se llamaba Juliana?) era una mujer cuya fragilidad y mansedumbre lograban alejar del Monigote el temor a ser usado y desechado por ella. Y se fue entregando, convirtiendo su eterno singular en un plural restringido, en el que sólo ella cabía.
La atracción fue haciéndose mutua. La última relación afectiva de Claudia (¿o era Patricia?) –que había desembocado precisamente en aquel horrible aborto clandestino– había sido un traumático fracaso. Tras dicha relación, Claudia había llegado a prometerse no volver a tener nada con ningún hombre. Pero encontró en el Monigote una valiosa excepción a la que se le había convertido en regla, al sentirlo tan respetuoso y afectuoso, tan solitario y aislado del mundo, tan diferente al cabrón que, tras enterarse de su embarazo, le había dicho que se fuera a la mierda.
Con ella a su lado, la vida adquirió color. Empezó a sonreír, a hablar de lo que en ocasiones sentía; y, pese a abandonar sus estudios, como si una buena estrella iluminase ahora su camino, no tardó en conseguir trabajo como asesor comercial, que le garantizaba cierta estabilidad y un salario por encima de la línea de lo necesario, además de dejarle tiempo para verse con ella y construir, entre ambos, castillos fantásticos en los que pudieran habitar en su futuro compartido.

Por ese entonces, Claudia (¿o era Mariana?) estudiaba salud ocupacional; y esto fortalecía su natural actitud maternal hacia los demás, en particular hacia el Monigote, que encontraba  en esto una tranquilidad y una seguridad incluso mayor que la ofrecida por su propia madre, durante sus años de crianza. Y, así mismo, fue esa actitud maternal y protectora la que lentamente lo fue alejando del complicado y neurótico mundo de su mamá, cada día más estrecho e insoportable para el Monigote.
No llevaban un año de novios cuando él, animado por la energía que Claudia (¿acaso no se llamaba Laura?) le brindaba, decidió dar el salto a la vida independiente, dejar a su mamá y conseguirse un lugar propio en el que pasar sus horas libres, junto a su amada. Fue también –lo notaría tiempo después– una forma de desquite contra su mamá, por tantas cosas vividas durante tantos años (en especial desde la separación de sus padres, proceso que tuvo lugar cuando el Moni tenía entre cinco y seis años de edad).
La relación del Monigote con su mamá es tema aparte. Primero que todo, era hijo único, no del todo deseado, pero tenido a fin de cuentas y criado, durante sus primeros años, en el marco de un matrimonio cada vez más desastroso. Muchas veces le dijo la madre al padre que no se atreviera a abandonarlos, ya que el niño necesitaba una imagen paterna; y también, que ella –encargada de lleno de la crianza del pequeño– no tenía tiempo para conseguir un trabajo que le permitiera mantener la casa que habitaban. Y el padre del Monigote aceptaría estas razones durante casi un lustro, hasta hartarse, hasta convencerse de que su mujer lo único que deseaba era ser mantenida con el fruto de su trabajo, aprovechándose de la existencia del niño para presionarlo y obligarlo a hacerse cargo de la manutención de los tres.
Probablemente la madre del Monigote se confió al creer que su estrategia era infalible; o, simplemente, creyó que su marido jamás tendría la fuerza suficiente para contraatacar. De todas formas, lo que ocurrió fue lo siguiente: el padre del Monigote consiguió otra mujer, visiblemente más joven, con quien no tardó en establecer una relación afectiva seria; y convencido ya de que los años más importantes de vida de su primer hijo habían pasado, consiguió un buen abogado –hermano de su nueva mujer– que cobró poco e hizo una excelente labor, en la medida en que consiguió que la madre se quedara con el pequeño y, además, que no tuviera que pagarle mensualidad alguna, argumentando en el respectivo juzgado que la madre se había acostumbrado a gastar todo lo dado por su cliente en sus propios lujos, y no en beneficio del menor –lo cual, hay que decirlo, no era demasiado difícil de demostrar–; con lo que, de asignarle una mensualidad, en lugar de garantizar la seguridad y el beneficio del hijo, perpetuarían la pereza y el facilismo de la madre ante el cumplimiento de sus responsabilidades como progenitora.  Todo esto se vio agudizado por el sorpresivo embarazo de la nueva mujer del padre del Monigote, prueba clara y fehaciente no sólo de la relación entre ambos, sino del compromiso adquirido por el padre con su nueva compañera sentimental.
A pesar de que todo este proceso de separación tomó casi un año, para la madre del Moni todo pasó muy rápido. De una situación que ella daba por controlada y satisfactoria, llegó, en muy pocas semanas, a sentirse sola, abandonada y, sobre todo, vencida, ya que sus menguados recursos no le permitieron conseguirse un abogado capaz de defender, como ella quería, sus intereses ante los de su triunfal ex marido.

El padre no dejó de ser cariñoso con el niño; pero cada vez fue mayor su ausencia. Por una parte, la madre siempre buscaba ofender a aquel hombre de cualquier forma posible; y por otra, porque la nueva familia del padre empezó a crecer a gran velocidad, creciendo así también las responsabilidades que él hubo de atender.
El padre se encargó de pagar el colegio del niño, hasta que concluyó, con muchos altibajos, su educación primaria. Obviamente, el hombre se encargaba personalmente de pagar los costos de la pensión escolar, siendo fiel a su promesa, proferida ante el niño, de no volverle a dar un solo peso a su ex esposa, habiéndole dado ya suficiente dinero durante tantos años y habiendo sido este dinero malgastado en el cuidado de ella, más que en beneficio de él tan necesitado.
Una vez la madre se convenció de que ya no existía posibilidad alguna de recuperar la relación tenida con el padre de su hijo, se concentró en conseguir trabajo y en buscar un nuevo compañero que le facilitara un poco la cotidianidad. Fue entonces cuando el pequeño se le convirtió en una carga. Por una parte, debido a su corta edad, no podía dejarlo solo mucho tiempo, ni se podía consentir pagar a alguien que se encargara de cuidárselo: su padre (el abuelo del niño) había muerto años atrás y su madre vivía enferma, por lo que no podía garantizarle su cuidado; le ayudaba, eso sí, con algo de dinero, cada vez que podía. Por otra parte, en el momento de buscar un nuevo compañero, el hecho de ser madre le solía jugar en contra, al espantarle a más de un pretendiente, que escapaba de ella al presentir que lo que ella necesitaba, más que una simple relación afectiva, era alguien con quien compartir la crianza de su hijo.


Tendría diez, quizás once años, cuando el Monigote vería a su padre por última vez. Pasaría casi una década todavía para volverlo a ver, ya siendo para él un señor desconocido, en su lecho de muerte, pocos días antes de su precoz deceso. Y al verlo –el Monigote acababa de cumplir veinte años– no sintió por aquel hombre ni la más mínima compasión, tras haber escuchado durante tanto tiempo las injurias que, con tanta generosidad, profirió su madre cada vez que se refería al tipo que los había abandonado a su triste suerte. 

domingo, 11 de mayo de 2014

SEGUNDA PARTE, PRIMER CAPÍTULO: AQUÍ NADIE TIENE SEGURO NADA


–dijo aquel hombre de apariencia extranjera, sin asomo alguno de acento de otro lugar–; aquí, todo lo que vemos, nada está seguro. Cualquiera cosa puede ocurrir en el más mínimo instante y alterar, incluso, nuestras más firmes creencias. Sin aviso ni permiso suceden cosas, grandes y pequeñas, a cada persona, nadie se salva. Eso sí, la vida es como una lotería que entrega a cada quien algo a cambio de un billetico. Entre más billeticos tengas –miró al vendedor–, más opciones hay de garantizarse algún premio. Un premio... ¿me hago entender?
El jefe rió de buena gana y su sobrina dibujó en su tieso rostro una sonrisa especial. El vendedor trató de imitarlos; pero, de repente, sintió que no podía hacerlo, ni reír ni sonreír, como si de intentarlo pudiera correr el riesgo de padecer un gran dolor, dolor físico; y sólo atinó a tomar un trago torpe de su vino.
-         Él es el vendedor de seguros de vida, ¿no es así? –continuó, dirigiéndose a la mujer, a lo que ella asintió; luego lo miró y le preguntó–: ¿Qué se siente ser vendedor de seguros de vida?

Tal vez fue aquella especial entonación de la pregunta la que lo hirió silenciosamente, no sabiendo ni cómo abrir la boca, durante algunos segundos. De suerte que la pregunta no lo agarró con vino en la boca...
-         Pues eso –contestó quedo el interpelado vendedor–: ser vendedor, ofrecer seguros y con eso ganarse la vida.
-         La tiene clara –casi exclamó el anónimo galán, como quien se sorprende ante una tontería–, más clara que muchos.
-         ¿Y vender seguros le ha servido para ganarse la vida? –afirmó/preguntó el jefe con ridículo tono entre pueril y pendenciero.
-         Claro, ¿no le digo? –habló el vendedor, descansando su mirada en el apretado rostro del jefe encorbatado con elegancia–, soy vendedor, mejor que unos, igual que otros, peor que todos si no me esfuerzo. Hay que ganarse la...
-         ¡Exacto! –exclamó el anónimo galán, pero mirando la mesa, su plato, cual si fuese una pantalla– Exacto. Está muy bien preparado...
-         La compañía no funciona sin profesionales en cada cargo –comentó el jefe, ante lo dicho antes.
-         No todos los profesionales –respondió el galán– la tienen tan clara y logran mantener tanta estabilidad, como éste...
-         Pero yo no aprendí a vender seguros ni en el colegio ni en la universidad –dijo, de pronto, el vendedor, buscando complementar con su experiencia la conversación en curso.
-         En el colegio –habló el galán–, por supuesto que no. El colegio no está para eso, sino para enseñar a cada quien lo que puede y no podrá ser –tomó un elegante bocado, lo introdujo casi seductoramente en su boca, lo masticó con parsimonia de delectación, sonrisa con las comisuras, y continuó–: en la universidad... ¿no consiguió nada que le haya servido para, al menos, ser tenido en cuenta como vendedor, cuando comenzó?
-         Yo entré a la empresa más por mi experiencia como vendedor, que por tener un título de alguna carrera...
-         ¿Pero usted estudió? –inquirió el anónimo.
-         Sí. Hice tres semestres de ingeniería y siete de contaduría pública...
-         Y no se graduó porque consiguió trabajo...
-         En parte por eso y en parte porque llegó el momento en el que lo que me enseñaban ya lo sabía o no me servía para el trabajo...
-         ¿Y qué tipo de cosas le enseñaban en Contaduría?
-         En general, lo que enseñan son formas variadas de hacer encajar las cuentas... de llevarlas bien, como dicen. El problema es que es muy aburridor estar uno y otro y otro semestre resolviendo problemas imaginarios, con cuentas exorbitantes, en lugar de salir a buscar una cuenta propia que llevar bien...
-         ¿Usted quería entonces montar una empresa?
-         No tanto. Quería estudiar algo que me diera trabajo; y pues contadores se necesitan en casi todas las empresas...
-         ¿Y cuándo se dio cuenta de que lo suyo era la venta de seguros?

Guardó unos segundos de silencio, intensificando la atención ganada sobre sí; y respondió:
-         Si le soy sincero, le cuento que fue entre el segundo y tercer año de llevar haciéndolo... Y me di cuenta sabe por qué: porque me fijé en la gente que había entrado conmigo a la empresa; y la comparación hacía evidente que, pese a costarme, me había mantenido, con cierta comodidad incluso, frente a compañeros que no habían durado ni un año entero intentándolo...
-         Pero hay algo que no entiendo –lo interrumpió el anónimo galán–: ¿a usted de verdad le gusta ser vendedor de seguros de vida?
Tras un breve silencio, tratando de ignorar el tufillo filoso de esa pregunta, habló:
-         No todos los días, no todos los días...
-         No todos los días –retomó el jefe– se puede cenar tan bien en un lugar tan exclusivo.
-         Es verdad –se adelantó a decir el vendedor.
-         ¿Y qué es lo más raro que le ha pasado siendo vendedor? –volvió el anónimo galán a lomo de su curiosidad.

El vendedor, de manera inesperada, sintió por centenares de milésimas de segundo un escalofrío que lo atravesó, cual onda explosiva de detonación cercana.
-         ¿No le ha pasado nada raro? –insistió el galán.
-         Todos los días ocurren cosas inesperadas –musitó el vendedor, como quien repite una frase escuchada hace mucho–; desde cosas buenas, hasta cosas no tan agradables...
-         ¿Cómo qué?
-         Esta semana, por ejemplo –continuó el vendedor.
-         ¿La capacitación? –preguntó interrumpiendo el jefe.
-         También –dijo el vendedor, sin dejar de mirar su plato–; nunca esperé dictar charlas sobre lo que sé hacer...
-         Pero yo pregunto por cosas raras, ocurridas vendiendo seguros.
-         Sí, sí, sí –habló el vendedor–; por ejemplo, en una ocasión, timbré en un apartamento y me abrió una mujer casi desnuda...
-         ¿En serio? –inquirió el jefe.

El vendedor guardó silencio, entornando sus ojos como si tuviera ante sí la imagen vívida de aquel momento.
-         ¿Y lo invitó a seguir? –insistió el jefe.
-         No. Simplemente se confundió; creyó que yo era el amante que ella debía estar esperando...
-         ¿Y qué pasó? –intervino el jefe evidentemente interesado.
-         Soltó un portazo que, si no me quito, me aplasta el rostro.
-         Pero ni que usted fuera tan feo –habló el anónimo galán, tras lo que sobrevino un nuevo silencio, dentro del que sólo se escuchó el eco de una risita femenina.
-         Creo –dijo el vendedor, aguantando unas intempestivas e intensas ganas de vomitarlo todo– que no fue por mí, sino por la tardanza del amante que, tal vez, nunca llegó... Porque aquella mujer estaba casi desnuda, es cierto; aunque también es cierto que joven no era y muy bonita tampoco; además, eran las diez u once de la mañana cuando timbré a su puerta...
-         ¿Y eso hace cuánto fue? –preguntó el jefe, de repente poseído por un aire de curiosa preocupación.
-         El lunes, el lunes pasado, hace dos días...
-         ¿Usted salió a vender seguros después de hablar conmigo? –exclamó el jefe su pregunta, dejándola escuchar a varias mesas a la redonda.

El vendedor asintió.
-         ¿Ése no fue el día del aguacero? –continuó el jefe, ya a volumen moderado.

El vendedor asintió de nuevo; luego, como quien escucha un lejano y urgente llamado, soltó delicadamente los cubiertos, pidió permiso, se puso de pie y, con envidiable naturalidad, se dirigió al baño.
Lo sorprendió inicialmente la palidez de su rostro reflejado; mas no reparó demasiado en ello, atribuyendo su color más a la luz que lo iluminaba que al color de su piel. En ese momento, viéndose ya a solas, tan solo con su reflejo, lo primero que se preguntó fue por qué había huido así, tan de repente de la mesa y sus comensales. Y no tuvo más razón que darse que aquellas súbitas náuseas sufridas, minutos atrás. Pero, curiosamente, tan rauda había sido esa descarga que, al tratar de recordarla, de lo único que se acordaba era de haberla sentido; más de la sensación, vertiginosa, no había quedado nada en su memoria. Aunque estaba claro que algo extraño latía dentro suyo, más en su pecho que en su cráneo; una singular alteración, muy profunda, como estallido submarino. Y unas cuantas imágenes que parecían mezcla de sueño y vivencia, ante aquella cuarentona semidesnuda, aquella mañana de lunes, no sabiendo el vendedor si era verdad aquello que parecía haberlo sido, en aquella zona de olvido aún sin resolver, lunes en la mañana. Y luego de aquello, ¿qué? ¿Acaso el portazo lo había hecho huir despavorido rumbo a su casa, caminando, bajo la lluvia, como un zombi espantado ante su propio reflejo? Todo era confuso después de ese portazo; como un cráter en su memoria. No obstante, algo nuevo había conseguido recordar; podía ser cuestión de tiempo y paciencia llenar aquel enorme agujero con recuerdos que parecían haber volado en mil pedazos.
Se lavó las manos, como si tuviera manchas de tinta en ellas. Revisó su apariencia ante el espejo, acicalando su bigote. Regresó a la mesa y encontró a los tres comensales riendo a buena mano, mirándose cómplices, preguntándole el jefe al verlo llegar:
-         Usted estuvo casado, ¿no es así?

El vendedor, ya sentado, asintió.
-         ¿Y le hace mucha falta tener pareja? –continuó el jefe, escuchándose de fondo una galanesca y anónima risilla afilada.
-         La verdad –respondió sin entender la gracia de la pregunta–, no mucho.
-         Pero pasó algo más extraño después –habló de pronto el vendedor, ganando de inmediato la atención de los demás–, después del portazo. Yo salí del edificio, afuera llovía, tomé un taxi; y estoy casi seguro de que me echaron escopolamina o algo así, porque no me acuerdo de cómo salí de ese taxi. Aparecí en un parque... todo mojado. Pero completo. No me robaron nada...
-         ¿Qué es escopolamina? –preguntó la sobrina.
-         Es una droga que usan los ladrones –habló el jefe– para que la víctima no oponga resistencia a nada y luego se le olvide todo lo que le pasó...
-         ¿Y usted le avisó a la policía? –preguntó el anónimo galán.
-         Lo pensé, pensé en hacerlo. Pero también pensé que la policía no está para resolver un caso como el mío, ya que, como dije, no me robaron nada... o, mejor dicho, sólo me robaron un pedazo de memoria; y eso nadie lo considera ni crimen ni delito.
-         Debe ser que lo confundieron –habló, enfático, el galán.
-         ¿Que me confundieron? ¿Con quién? –preguntó extrañado e ingenuo el vendedor.
-         Usted sabe –habló el anónimo–, con alguien a quien sacarle una buena cantidad de dinero...
-         No entiendo –dijo el vendedor, con sentimiento.
-         Si hubiera sido yo quien se hubiera subido a ese taxi, créame, a mí ni en un parque me habrían dejado ni, mucho menos, me habrían respetado mis pertenencias, como a usted.
-         Entendió –afirmó/preguntó el jefe.

Y el vendedor quiso, una vez más, soltar delicadamente sus cubiertos y huir al baño a vomitar. Se contuvo, como por arte de magia, ni él supo cómo. Sólo atinó a asentir; y a clavar su atención en lo que en el plato aún quedaba para deleitar el paladar. Y, de alguna manera, el vendedor agradeció la escasez de comida servida para él, que no tardó en dar cuenta de todo, tapándose la boca bocado a bocado, como quien tapa el cráter de un volcán a volquetadas de cemento y asfalto.
No habló mucho más el resto de la cena; tampoco le puso mucha atención a lo que aquel armónico trío se decía. Acabó su vino y, cuando pidieron la cuenta –único elemento capaz de atar, en ese momento, al vendedor a la realidad–, el anónimo galán, de un tarjetazo, pagó lo de todos, cifra equivalente a un poco más de la cuarta parte del salario mensual habitual del vendedor. Agradeció, siendo su gratitud aceptada sin necesidad de hacerlo insistir. Se despidieron a la salida del restaurante.
Pese a haber bebido tan solo una copa grande de vino, al salir a la calle el vendedor sintió un mareo como de haberse tomado todo un botellón. Sin dudarlo demasiado, detuvo un taxi, se subió y le pidió al conductor que lo llevara a otro barrio, al suyo, tan humilde y maltrecho, pero donde al menos se siente jugando de local. El chofer entendió el apremio de su recién recogido pasajero; y no tardó más de veinticinco minutos en atravesar una amplia zona de la ciudad, casi de un mundo a otro, dejando al vendedor en la puerta del edificio, sin cobrarle ni de más ni de menos, que a ese pobre desgraciado –habrá pensado el taxista al verlo por el retrovisor– parece como si le acabaran de romper el corazón a quemarropa.
Bajó del taxi tras pagar, sin problemas, primero un pie, después el otro, rumbo a la entrada del edificio. Saludó al vigilante de turno, atravesó el estrecho hall, sintiéndose de repente frágil como tortuga sin caparazón; subió pausadamente las escaleras, sin desprender su mirada de ellas ni su mano de la baranda metálica. Subió demasiado; al levantar la cabeza, se dio cuenta de que estaba llegando al tercer piso. Se devolvió, mansamente, hasta su segundo piso, apartamento 204, abrió la puerta mecánicamente, ingresó y cerró igual a como abrió.

No tuvo que dejar, como de costumbre, su maletín sobre la mesa, junto a la puerta. No lo había llevado a la cena. Así que, sin siquiera prender alguna luz, pero como si todas lo estuvieran, encaminó con firmeza sus pasos hacia el único baño allí disponible.
No alcanzó a pensar en la corbata; y fue ésta la primera damnificada del primer impulso eruptivo de vómito finalmente liberado, allí, en ese inodoro, él de rodillas casi abrazándolo, la corbata cual babero, y la extraña sensación de que la función apenas comenzaba. Todo confusión, en esas tinieblas blancuzcas del baño estrecho, apestando a manjar digerido y devuelto.
Desde que venía en las escaleras, un enjambre de imágenes había alcanzado su cráneo. Curiosas imágenes de un secuestro equivocado, me echaron escopolamina, me pasearon por la ciudad haciéndome preguntas, hasta darse cuenta de que no era el personaje importante que los malandrines andaban buscando para robar y extorsionar. Ladrones, pero decentes, con ambiciones en la vida, lo habían dejado quieto, ni el celular le tocaron, devuelto en un parque, bajo la lluvia, como quien abandona una mascota; hasta le habrán ofrecido disculpas, nosotros buscando a alguien importante y terminamos encontrando a este pobre monigote.
Se encontró bajo la lluvia, desmemoriado.
¿Acaso podía ser cierto? Sí, por supuesto que podía ser cierto. ¿Pero realmente había ocurrido? No había argumentos para no creerlo realmente ocurrido. Incluso, eso podría explicar algunas cosas poco habituales vividas desde entonces. Los insomnios, las pesadillas, la inapetencia, los mareos, las torpezas y, como prueba fehaciente, el vómito producto de un malestar que podría atribuírsele a los efectos colaterales de la poderosa droga que habrían usado sus furtivos y errados captores. Argumentos a la posibilidad de estar sufriendo aún los nocivos efectos de esa sustancia utilizada, tal vez en exceso, por una banda de inexpertos asaltantes que no eran capaces ni de pescar uno gordo.
La fortuna de la miseria, habría podido concluir ante esa situación. Pero no estaba para conclusiones en ese momento, menos en ese estado. Como pudo, se quitó la corbata, la arrojó al piso de la ducha; luego se quitó el saco y la camisa, lo que lo obligó a incorporarse y ponerse de pie, sin atreverse a prender la luz, quizás por miedo a iluminar la fetidez creciente allí encerrada.
Dejó que el agua de la cisterna se llevara los restos devueltos de buen vino y exclusiva culinaria. Aún tenía ganas de vomitar; pero al verse de pie, aprovechó para lavarse las manos y la cara, mirando sin atención el borroso reflejo oscuro de su rostro en el espejo en sombras. En lo único en lo que quería pensar era en descansar; dormir como un lirón tras tomarse un frasco de somníferos.  Qué importaba la memoria perdida. Cuál era el afán de recuperarla. Por qué no aceptar simplemente  su desaparición, agradecer que todo indicaba que tan solo dejó algunos daños colaterales, similares a los de una intoxicación accidental; y seguir la vida, qué otra opción, a fin de cuentas...

Una implacable ráfaga de imágenes y sensaciones, poco agradables, lo atravesaron de repente, haciéndolo casi brincar, cual si su celular hubiera timbrado de improviso. Y con ella, otra ráfaga, de reacción; no alcanzó ni a apuntar hacia el inodoro. Vomitó el lavamanos, sus llaves, sus manos; pero no se puso a limpiarse. Permaneció agarrado con fuerza al lavamanos, apoyando sus nalgas contra la puerta a sus espaldas.

domingo, 4 de mayo de 2014

Primera Parte, décimo séptimo capítulo: DENTRO DE LOS NUMEROSOS CLIENTES

que ha tenido a lo largo de su carrera como vendedor de seguros de vida, tuvo uno, bastante singular, que se definía a sí mismo como amante apasionado del tenis de mesa, o ping pong, como él lo llamaba.
Para adquirir un seguro, una de las condiciones que puso –tácitamente– fue la de que el vendedor debía jugar unos cuantos partidos ya que, según aquel afiebrado amante del ping pong, es jugando en una mesa donde realmente se conoce a las personas.
El vendedor accedió sin necesidad de mayores insistencias; el tenis de mesa no era su deporte favorito, pero lo había jugado años atrás, muchas veces, por lo que se animó sin dudar a presentarle competencia a aquel singular cliente suyo.
De los cinco partidos que jugaron, el vendedor sólo ganó uno, el primero, tal vez por falta de calentamiento del cliente. Y satisfecho el ferviente jugador, invitó al vendedor a tomarse unas cervezas, a lo que éste contestó inicialmente que no, pero no tardó en cambiar de parecer, ante la insistencia del cliente y la promesa de invitar la primera ronda.
Hablaron de muchas cosas, aunque especialmente del ping pong. Fue entonces cuando el cliente confesó, sin exceso de modestia o arrogancia, que había jugado todos los partidos con la zurda, siendo él naturalmente diestro. Agregó que tenía esa costumbre desde muchos años atrás; y que la mantenía porque eso le permitía conocer mejor a sus contrincantes no sólo como jugadores, sino también como personas.
-         ¿Y qué descubrió de mí? –preguntó el vendedor.
-         Descubrí que usted es bueno jugando –guardó un silencio solemne y luego, con tono divertido, añadió-: bueno para jugar…
-         ¿Cómo así?
-         Sí, que parece que usted no juega queriendo ganar, sino queriendo perpetuar el juego –contestó el cliente esbozando una generosa sonrisa.

Fue entonces que el vendedor rió, aunque sin saber muy bien a razón de qué, pero repitiéndose en su cráneo, picándole casi como cosquillas, ese juega queriendo perpetuar el juego…

sábado, 26 de abril de 2014

Primera parte, décimo sexto capítulo: SIN PROPONÉRSELO

sin dejar de caminar por aquellas calles, en su mayoría ya muchas veces vistas, la imagen y el recuerdo de su difunta madre apareció, con fuerza e intensidad inusitada, dentro de él. Había sido precisamente con su muerte como él había terminado de entender la utilidad del seguro de vida. ¡Si tan solo lo hubiera entendido antes! No habría evitado la muerte de su madre, pero habría podido darle a esa pérdida algo de beneficioso e, incluso, de alentador. Porque su madre murió y no fue sino hasta ver su cadáver que a él se le ocurrió la idea de venderle un seguro. De haberlo hecho, quedando él como principal beneficiario, probablemente otra sería su vida; o, tal vez, su vida sería la misma, pero se habría evitado más de una penuria pasada a causa de ese entierro.

-         Eso deberían enseñarlo en la escuela –se dijo en voz alta, molesto porque no fuera así. Si tan solo en el colegio le hubiesen enseñado que la muerte de una persona cercana no tenía por qué ser, solamente, fuente de tristezas, dolores y culpa, pudiendo ser también motivo casi de alegría, al dejar la muerte tras su paso algo útil a aquellos seres queridos que aún vivían.


Se detuvo. Miró su reloj y al ver la hora su estómago crujió, recordándole el hambre que debía tener. 

viernes, 18 de abril de 2014

Primera Parte, décimo quinto capítulo: HASTA ESTE PUNTO

me he concentrado en destacar las dificultades propias del oficio de vendedor domiciliario; y podría continuar mencionando, por ejemplo, el creciente número de competidores que hay, el desánimo o lo difícil que puede ser aprender a persuadir clientes ofensivos o escépticos. Sin embargo, creo que es justo y necesario mencionar también algunas de las ventajas que ofrece.

Sin ir más lejos, creo que una de las mayores ventajas, en comparación con otros empleos, radica en los horarios. Un empleado, por ejemplo, de un banco, sabe que todos sus días son iguales; uno detrás del otro pasarán los días, cargados de rutina, con lo que se sabe que eso tiene de perjudicial para la salud. Además, siempre están recibiendo dinero ajeno, poniendo sellos y dando recibos, sin tiempo alguno para detenerse a hablar con algún cliente, ya que siempre hay una fila de gente esperando a ser atendida, incapaz de entender que uno también se puede aburrir.

Hablo desde la experiencia. Hace muchos años, antes de dedicarme a la venta domiciliaria de seguros, trabajé algunos meses como cajero en un banco. Era insoportable; no sólo porque había que estar todo el tiempo tratando de ser amable con todo el mundo sino, sobre todo, porque todo era siempre igual, nada cambiaba con el pasar de los días. Y, para completar, en el fondo, daba lo mismo hacer el trabajo de buena o de mala gana, ya que al cliente de un banco le interesa poco si uno está de buen o mal humor.

Muy diferente es la rutina del vendedor domiciliario. Es obvio que habrá días aburridos; pero, de todas formas, cada día será siempre nuevo. ¡Uno está en movimiento y no encerrado en un cubículo atendiendo una inacabable fila de clientes impacientes!

Respiró.


Otra gran ventaja de la venta domiciliaria ya la sugerí en la charla anterior: uno tiene la oportunidad de conocer otra gente, mucha de la cual puede convertirse en gente amiga, gente útil. Recuerdo en este momento, por ejemplo, el caso de un compañero que deseaba divorciarse; y tuvo la suerte de contar entre sus clientes con un afamado abogado especialista en esos temas, que lo asesoró casi gratuitamente.

sábado, 12 de abril de 2014

Primera parte, décimo cuarto capítulo: LA MAYOR DIFICULTAD

para un vendedor domiciliario principiante –comenzó su segunda charla– radica en el miedo al ridículo, al fracaso. Incluso, puede decirse que no se deja de ser principiante hasta tanto no se venza ese miedo, esa vergüenza que no permite hacer bien el trabajo de vender seguros. Y debo decir que ayer, durante mi primera charla, me di cuenta que a ustedes todavía les da vergüenza hacer su trabajo de vendedores. Les da miedo. Miedo de que los traten con desprecio, miedo a que los rechacen; miedo a sentirse burlados, ignorados, maltratados. Temen recibir alguna frase ofensiva o algún gesto de muy mala educación…

Vender seguros domiciliariamente se parece, en algunas ocasiones, a vender periódicos en la calle. Ustedes han visto, en las aceras, los semáforos, los centros comerciales, cómo hay personas que ofrecen el periódico del día en curso, sin avergonzarse. Incluso, si uno alguna vez ve a un vendedor de prensa encerrado en su casa con los periódicos, lleno de miedo a salir y venderlos, uno bien puede creer que una persona como ésas está enferma, o es simplemente idiota. Porque, ¿para qué se metió entonces en el negocio de venta de diarios, si teme encontrarse con personas que ni siquiera determinarán su presencia? Es igual cuando uno vende seguros: uno sale a buscar gente interesada en adquirir un seguro, una garantía de seguridad; y así como hay gente a la que no le interesa comprar prensa alguna, también hay gente convencida de no necesitar ningún tipo de seguro… y hay otros que sí.

Bebió un sorbo de agua.

La primera labor del vendedor de seguros es hacer que aumente el número de personas que sepan que esta aseguradora existe y que, de paso, se enteren de los servicios que ofrecemos a nuestros clientes. En la charla de ayer dije que es imprescindible tener presente toda la información posible sobre los seguros que uno vende. Es natural: imaginen a un vendedor de revistas que no sepa nada acerca de las revistas que vende. Tendrá que tener mucha suerte, o un buen ayudante, para poder vender algo.

La segunda gran labor de un vendedor de seguros es hacerse recordar. Hacerse recordar como representante de la aseguradora y no como persona. ¡Qué más da que olviden cómo se llama uno! Lo importante es que la gente recuerde el nombre de la empresa y sepa cómo ponerse en contacto con la misma a través de uno. En este sentido, es imprescindible invertir algo de dinero mandando a hacer algunas tarjeticas de presentación, en las que se resuma la información más importante y los datos de contacto; y dársela a cuanta persona tenga uno la oportunidad de conocer.

Suspiro.

Uno, como vendedor, también se tiene que hacer publicidad. Esta aseguradora gasta buena cantidad de dinero en comerciales, pancartas y volantes informativos; pero esa  publicidad es insuficiente si uno no le brinda a la gente la oportunidad de conocer personalmente los servicios que ofrece la aseguradora a través de uno, como su representante.

Me atrevo a decir, incluso, que es después del contacto con un vendedor de carne y hueso que la gente percibe mejor el mensaje de la publicidad en la que invierte esta empresa. Y ocurre con frecuencia que, tiempo después de haberlos visitado, los clientes llaman, por interés propio, habiendo entendido cómo funciona esto. A veces simplemente desean una asesoría; a veces desean más, más que sólo conocer lo que ofrecemos; y adquieren un seguro finalmente.

Breve pausa. Observa las hojas manuscritas que se animó a traer consigo.

No sé cuántos de ustedes tendrán ya clientes a los que les hayan vendido más de dos seguros. Ese tipo de clientes hay que cuidarlos muy bien, no sólo por gratitud, sino también porque, mientras estén satisfechos con el servicio de la empresa, hablarán bien de la misma ante sus amigos, conocidos y familiares…

¿Cómo se cuida un buen cliente? Es muy sencillo: manteniéndolo informado, haciéndole saber que es alguien para nuestra empresa, alguien con nombre y apellido, y no un simple número de expediente. También es importante tenerlo actualizado de las ofertas que hay en el momento o de los nuevos planes de aseguramiento que puede adquirir a través nuestro.

Lo que se busca con eso es permitir que haya otras personas que nos ayuden con nuestro trabajo. Me explico, nuevamente: cliente satisfecho vale por dos o por tres o por muchos más, porque hará eco de su satisfacción ante otras personas, entre las cuales pueda que haya más de una interesada en adquirir algún tipo de seguro, y no sabía ni dónde ni cómo. Ésa es otra cosa importante que uno no debe olvidar: la gente en general no sabe mayor cosa acerca de la cantidad de posibilidades de aseguramiento que puede ofrecerle una aseguradora como ésta. Lo que pasa es que a nadie le agrada aceptar que no sabe algo; por lo cual, muchas personas que uno encuentra en la venta domiciliaria se creen que ya lo saben todo sobre seguros y desprecian la asesoría que uno habría podido darles gratuitamente. Con ese tipo de gente lo que suelo hacer es no insistir demasiado y simplemente dejarles mi tarjeta, con la esperanza de que se la muestren a alguien antes de arrojarla a la basura…


De repente, uno de los vendedores novatos que atendía la charla, levantó la mano. Hubo un corto silencio, en el que el vendedor de seguros de vida, con un gesto, cedió la palabra a quien la estaba pidiendo.

-         ¿No sería mejor –habló el novato–, a ese tipo de gente, no entregarles la tarjeta, en vista de que la van a terminar botando a la basura?
-         Eso era lo que yo creía al comienzo –respondió–, porque pensaba que estaba desperdiciando mis tarjetas con esa gente; pero luego, por cosas que fui aprendiendo, entendí que el objetivo, como ya dije antes, es hacerse recordar. Y la tarjeta sirve para eso, así la tiren a la basura; no se acordarán de quién les entregó la tarjeta, pero se acordarán de haberla recibido, de buena o mala gana. Hay gente que parece odiar a los vendedores domiciliarios de seguros. Pero por más que nos odien, eso no significa que no vayan a necesitar, algún día, de nuestra asesoría y de los servicios que la empresa les ofrece, ¿entendido?


La sala permaneció en completo silencio durante unos cuantos segundos. Un silencio demasiado evidente, quizás demasiado respetuoso, pensó para sí el vendedor de seguros de vida. Un silencio que lo obligaba a retomar la palabra, mantener el nivel, no permitir que el hechizo se agrietara siquiera; así que bebió un sorbo largo de agua, repasó con la mirada las hojas que lo acompañaban y se dispuso a continuar.