domingo, 11 de mayo de 2014

SEGUNDA PARTE, PRIMER CAPÍTULO: AQUÍ NADIE TIENE SEGURO NADA


–dijo aquel hombre de apariencia extranjera, sin asomo alguno de acento de otro lugar–; aquí, todo lo que vemos, nada está seguro. Cualquiera cosa puede ocurrir en el más mínimo instante y alterar, incluso, nuestras más firmes creencias. Sin aviso ni permiso suceden cosas, grandes y pequeñas, a cada persona, nadie se salva. Eso sí, la vida es como una lotería que entrega a cada quien algo a cambio de un billetico. Entre más billeticos tengas –miró al vendedor–, más opciones hay de garantizarse algún premio. Un premio... ¿me hago entender?
El jefe rió de buena gana y su sobrina dibujó en su tieso rostro una sonrisa especial. El vendedor trató de imitarlos; pero, de repente, sintió que no podía hacerlo, ni reír ni sonreír, como si de intentarlo pudiera correr el riesgo de padecer un gran dolor, dolor físico; y sólo atinó a tomar un trago torpe de su vino.
-         Él es el vendedor de seguros de vida, ¿no es así? –continuó, dirigiéndose a la mujer, a lo que ella asintió; luego lo miró y le preguntó–: ¿Qué se siente ser vendedor de seguros de vida?

Tal vez fue aquella especial entonación de la pregunta la que lo hirió silenciosamente, no sabiendo ni cómo abrir la boca, durante algunos segundos. De suerte que la pregunta no lo agarró con vino en la boca...
-         Pues eso –contestó quedo el interpelado vendedor–: ser vendedor, ofrecer seguros y con eso ganarse la vida.
-         La tiene clara –casi exclamó el anónimo galán, como quien se sorprende ante una tontería–, más clara que muchos.
-         ¿Y vender seguros le ha servido para ganarse la vida? –afirmó/preguntó el jefe con ridículo tono entre pueril y pendenciero.
-         Claro, ¿no le digo? –habló el vendedor, descansando su mirada en el apretado rostro del jefe encorbatado con elegancia–, soy vendedor, mejor que unos, igual que otros, peor que todos si no me esfuerzo. Hay que ganarse la...
-         ¡Exacto! –exclamó el anónimo galán, pero mirando la mesa, su plato, cual si fuese una pantalla– Exacto. Está muy bien preparado...
-         La compañía no funciona sin profesionales en cada cargo –comentó el jefe, ante lo dicho antes.
-         No todos los profesionales –respondió el galán– la tienen tan clara y logran mantener tanta estabilidad, como éste...
-         Pero yo no aprendí a vender seguros ni en el colegio ni en la universidad –dijo, de pronto, el vendedor, buscando complementar con su experiencia la conversación en curso.
-         En el colegio –habló el galán–, por supuesto que no. El colegio no está para eso, sino para enseñar a cada quien lo que puede y no podrá ser –tomó un elegante bocado, lo introdujo casi seductoramente en su boca, lo masticó con parsimonia de delectación, sonrisa con las comisuras, y continuó–: en la universidad... ¿no consiguió nada que le haya servido para, al menos, ser tenido en cuenta como vendedor, cuando comenzó?
-         Yo entré a la empresa más por mi experiencia como vendedor, que por tener un título de alguna carrera...
-         ¿Pero usted estudió? –inquirió el anónimo.
-         Sí. Hice tres semestres de ingeniería y siete de contaduría pública...
-         Y no se graduó porque consiguió trabajo...
-         En parte por eso y en parte porque llegó el momento en el que lo que me enseñaban ya lo sabía o no me servía para el trabajo...
-         ¿Y qué tipo de cosas le enseñaban en Contaduría?
-         En general, lo que enseñan son formas variadas de hacer encajar las cuentas... de llevarlas bien, como dicen. El problema es que es muy aburridor estar uno y otro y otro semestre resolviendo problemas imaginarios, con cuentas exorbitantes, en lugar de salir a buscar una cuenta propia que llevar bien...
-         ¿Usted quería entonces montar una empresa?
-         No tanto. Quería estudiar algo que me diera trabajo; y pues contadores se necesitan en casi todas las empresas...
-         ¿Y cuándo se dio cuenta de que lo suyo era la venta de seguros?

Guardó unos segundos de silencio, intensificando la atención ganada sobre sí; y respondió:
-         Si le soy sincero, le cuento que fue entre el segundo y tercer año de llevar haciéndolo... Y me di cuenta sabe por qué: porque me fijé en la gente que había entrado conmigo a la empresa; y la comparación hacía evidente que, pese a costarme, me había mantenido, con cierta comodidad incluso, frente a compañeros que no habían durado ni un año entero intentándolo...
-         Pero hay algo que no entiendo –lo interrumpió el anónimo galán–: ¿a usted de verdad le gusta ser vendedor de seguros de vida?
Tras un breve silencio, tratando de ignorar el tufillo filoso de esa pregunta, habló:
-         No todos los días, no todos los días...
-         No todos los días –retomó el jefe– se puede cenar tan bien en un lugar tan exclusivo.
-         Es verdad –se adelantó a decir el vendedor.
-         ¿Y qué es lo más raro que le ha pasado siendo vendedor? –volvió el anónimo galán a lomo de su curiosidad.

El vendedor, de manera inesperada, sintió por centenares de milésimas de segundo un escalofrío que lo atravesó, cual onda explosiva de detonación cercana.
-         ¿No le ha pasado nada raro? –insistió el galán.
-         Todos los días ocurren cosas inesperadas –musitó el vendedor, como quien repite una frase escuchada hace mucho–; desde cosas buenas, hasta cosas no tan agradables...
-         ¿Cómo qué?
-         Esta semana, por ejemplo –continuó el vendedor.
-         ¿La capacitación? –preguntó interrumpiendo el jefe.
-         También –dijo el vendedor, sin dejar de mirar su plato–; nunca esperé dictar charlas sobre lo que sé hacer...
-         Pero yo pregunto por cosas raras, ocurridas vendiendo seguros.
-         Sí, sí, sí –habló el vendedor–; por ejemplo, en una ocasión, timbré en un apartamento y me abrió una mujer casi desnuda...
-         ¿En serio? –inquirió el jefe.

El vendedor guardó silencio, entornando sus ojos como si tuviera ante sí la imagen vívida de aquel momento.
-         ¿Y lo invitó a seguir? –insistió el jefe.
-         No. Simplemente se confundió; creyó que yo era el amante que ella debía estar esperando...
-         ¿Y qué pasó? –intervino el jefe evidentemente interesado.
-         Soltó un portazo que, si no me quito, me aplasta el rostro.
-         Pero ni que usted fuera tan feo –habló el anónimo galán, tras lo que sobrevino un nuevo silencio, dentro del que sólo se escuchó el eco de una risita femenina.
-         Creo –dijo el vendedor, aguantando unas intempestivas e intensas ganas de vomitarlo todo– que no fue por mí, sino por la tardanza del amante que, tal vez, nunca llegó... Porque aquella mujer estaba casi desnuda, es cierto; aunque también es cierto que joven no era y muy bonita tampoco; además, eran las diez u once de la mañana cuando timbré a su puerta...
-         ¿Y eso hace cuánto fue? –preguntó el jefe, de repente poseído por un aire de curiosa preocupación.
-         El lunes, el lunes pasado, hace dos días...
-         ¿Usted salió a vender seguros después de hablar conmigo? –exclamó el jefe su pregunta, dejándola escuchar a varias mesas a la redonda.

El vendedor asintió.
-         ¿Ése no fue el día del aguacero? –continuó el jefe, ya a volumen moderado.

El vendedor asintió de nuevo; luego, como quien escucha un lejano y urgente llamado, soltó delicadamente los cubiertos, pidió permiso, se puso de pie y, con envidiable naturalidad, se dirigió al baño.
Lo sorprendió inicialmente la palidez de su rostro reflejado; mas no reparó demasiado en ello, atribuyendo su color más a la luz que lo iluminaba que al color de su piel. En ese momento, viéndose ya a solas, tan solo con su reflejo, lo primero que se preguntó fue por qué había huido así, tan de repente de la mesa y sus comensales. Y no tuvo más razón que darse que aquellas súbitas náuseas sufridas, minutos atrás. Pero, curiosamente, tan rauda había sido esa descarga que, al tratar de recordarla, de lo único que se acordaba era de haberla sentido; más de la sensación, vertiginosa, no había quedado nada en su memoria. Aunque estaba claro que algo extraño latía dentro suyo, más en su pecho que en su cráneo; una singular alteración, muy profunda, como estallido submarino. Y unas cuantas imágenes que parecían mezcla de sueño y vivencia, ante aquella cuarentona semidesnuda, aquella mañana de lunes, no sabiendo el vendedor si era verdad aquello que parecía haberlo sido, en aquella zona de olvido aún sin resolver, lunes en la mañana. Y luego de aquello, ¿qué? ¿Acaso el portazo lo había hecho huir despavorido rumbo a su casa, caminando, bajo la lluvia, como un zombi espantado ante su propio reflejo? Todo era confuso después de ese portazo; como un cráter en su memoria. No obstante, algo nuevo había conseguido recordar; podía ser cuestión de tiempo y paciencia llenar aquel enorme agujero con recuerdos que parecían haber volado en mil pedazos.
Se lavó las manos, como si tuviera manchas de tinta en ellas. Revisó su apariencia ante el espejo, acicalando su bigote. Regresó a la mesa y encontró a los tres comensales riendo a buena mano, mirándose cómplices, preguntándole el jefe al verlo llegar:
-         Usted estuvo casado, ¿no es así?

El vendedor, ya sentado, asintió.
-         ¿Y le hace mucha falta tener pareja? –continuó el jefe, escuchándose de fondo una galanesca y anónima risilla afilada.
-         La verdad –respondió sin entender la gracia de la pregunta–, no mucho.
-         Pero pasó algo más extraño después –habló de pronto el vendedor, ganando de inmediato la atención de los demás–, después del portazo. Yo salí del edificio, afuera llovía, tomé un taxi; y estoy casi seguro de que me echaron escopolamina o algo así, porque no me acuerdo de cómo salí de ese taxi. Aparecí en un parque... todo mojado. Pero completo. No me robaron nada...
-         ¿Qué es escopolamina? –preguntó la sobrina.
-         Es una droga que usan los ladrones –habló el jefe– para que la víctima no oponga resistencia a nada y luego se le olvide todo lo que le pasó...
-         ¿Y usted le avisó a la policía? –preguntó el anónimo galán.
-         Lo pensé, pensé en hacerlo. Pero también pensé que la policía no está para resolver un caso como el mío, ya que, como dije, no me robaron nada... o, mejor dicho, sólo me robaron un pedazo de memoria; y eso nadie lo considera ni crimen ni delito.
-         Debe ser que lo confundieron –habló, enfático, el galán.
-         ¿Que me confundieron? ¿Con quién? –preguntó extrañado e ingenuo el vendedor.
-         Usted sabe –habló el anónimo–, con alguien a quien sacarle una buena cantidad de dinero...
-         No entiendo –dijo el vendedor, con sentimiento.
-         Si hubiera sido yo quien se hubiera subido a ese taxi, créame, a mí ni en un parque me habrían dejado ni, mucho menos, me habrían respetado mis pertenencias, como a usted.
-         Entendió –afirmó/preguntó el jefe.

Y el vendedor quiso, una vez más, soltar delicadamente sus cubiertos y huir al baño a vomitar. Se contuvo, como por arte de magia, ni él supo cómo. Sólo atinó a asentir; y a clavar su atención en lo que en el plato aún quedaba para deleitar el paladar. Y, de alguna manera, el vendedor agradeció la escasez de comida servida para él, que no tardó en dar cuenta de todo, tapándose la boca bocado a bocado, como quien tapa el cráter de un volcán a volquetadas de cemento y asfalto.
No habló mucho más el resto de la cena; tampoco le puso mucha atención a lo que aquel armónico trío se decía. Acabó su vino y, cuando pidieron la cuenta –único elemento capaz de atar, en ese momento, al vendedor a la realidad–, el anónimo galán, de un tarjetazo, pagó lo de todos, cifra equivalente a un poco más de la cuarta parte del salario mensual habitual del vendedor. Agradeció, siendo su gratitud aceptada sin necesidad de hacerlo insistir. Se despidieron a la salida del restaurante.
Pese a haber bebido tan solo una copa grande de vino, al salir a la calle el vendedor sintió un mareo como de haberse tomado todo un botellón. Sin dudarlo demasiado, detuvo un taxi, se subió y le pidió al conductor que lo llevara a otro barrio, al suyo, tan humilde y maltrecho, pero donde al menos se siente jugando de local. El chofer entendió el apremio de su recién recogido pasajero; y no tardó más de veinticinco minutos en atravesar una amplia zona de la ciudad, casi de un mundo a otro, dejando al vendedor en la puerta del edificio, sin cobrarle ni de más ni de menos, que a ese pobre desgraciado –habrá pensado el taxista al verlo por el retrovisor– parece como si le acabaran de romper el corazón a quemarropa.
Bajó del taxi tras pagar, sin problemas, primero un pie, después el otro, rumbo a la entrada del edificio. Saludó al vigilante de turno, atravesó el estrecho hall, sintiéndose de repente frágil como tortuga sin caparazón; subió pausadamente las escaleras, sin desprender su mirada de ellas ni su mano de la baranda metálica. Subió demasiado; al levantar la cabeza, se dio cuenta de que estaba llegando al tercer piso. Se devolvió, mansamente, hasta su segundo piso, apartamento 204, abrió la puerta mecánicamente, ingresó y cerró igual a como abrió.

No tuvo que dejar, como de costumbre, su maletín sobre la mesa, junto a la puerta. No lo había llevado a la cena. Así que, sin siquiera prender alguna luz, pero como si todas lo estuvieran, encaminó con firmeza sus pasos hacia el único baño allí disponible.
No alcanzó a pensar en la corbata; y fue ésta la primera damnificada del primer impulso eruptivo de vómito finalmente liberado, allí, en ese inodoro, él de rodillas casi abrazándolo, la corbata cual babero, y la extraña sensación de que la función apenas comenzaba. Todo confusión, en esas tinieblas blancuzcas del baño estrecho, apestando a manjar digerido y devuelto.
Desde que venía en las escaleras, un enjambre de imágenes había alcanzado su cráneo. Curiosas imágenes de un secuestro equivocado, me echaron escopolamina, me pasearon por la ciudad haciéndome preguntas, hasta darse cuenta de que no era el personaje importante que los malandrines andaban buscando para robar y extorsionar. Ladrones, pero decentes, con ambiciones en la vida, lo habían dejado quieto, ni el celular le tocaron, devuelto en un parque, bajo la lluvia, como quien abandona una mascota; hasta le habrán ofrecido disculpas, nosotros buscando a alguien importante y terminamos encontrando a este pobre monigote.
Se encontró bajo la lluvia, desmemoriado.
¿Acaso podía ser cierto? Sí, por supuesto que podía ser cierto. ¿Pero realmente había ocurrido? No había argumentos para no creerlo realmente ocurrido. Incluso, eso podría explicar algunas cosas poco habituales vividas desde entonces. Los insomnios, las pesadillas, la inapetencia, los mareos, las torpezas y, como prueba fehaciente, el vómito producto de un malestar que podría atribuírsele a los efectos colaterales de la poderosa droga que habrían usado sus furtivos y errados captores. Argumentos a la posibilidad de estar sufriendo aún los nocivos efectos de esa sustancia utilizada, tal vez en exceso, por una banda de inexpertos asaltantes que no eran capaces ni de pescar uno gordo.
La fortuna de la miseria, habría podido concluir ante esa situación. Pero no estaba para conclusiones en ese momento, menos en ese estado. Como pudo, se quitó la corbata, la arrojó al piso de la ducha; luego se quitó el saco y la camisa, lo que lo obligó a incorporarse y ponerse de pie, sin atreverse a prender la luz, quizás por miedo a iluminar la fetidez creciente allí encerrada.
Dejó que el agua de la cisterna se llevara los restos devueltos de buen vino y exclusiva culinaria. Aún tenía ganas de vomitar; pero al verse de pie, aprovechó para lavarse las manos y la cara, mirando sin atención el borroso reflejo oscuro de su rostro en el espejo en sombras. En lo único en lo que quería pensar era en descansar; dormir como un lirón tras tomarse un frasco de somníferos.  Qué importaba la memoria perdida. Cuál era el afán de recuperarla. Por qué no aceptar simplemente  su desaparición, agradecer que todo indicaba que tan solo dejó algunos daños colaterales, similares a los de una intoxicación accidental; y seguir la vida, qué otra opción, a fin de cuentas...

Una implacable ráfaga de imágenes y sensaciones, poco agradables, lo atravesaron de repente, haciéndolo casi brincar, cual si su celular hubiera timbrado de improviso. Y con ella, otra ráfaga, de reacción; no alcanzó ni a apuntar hacia el inodoro. Vomitó el lavamanos, sus llaves, sus manos; pero no se puso a limpiarse. Permaneció agarrado con fuerza al lavamanos, apoyando sus nalgas contra la puerta a sus espaldas.

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