–dijo aquel
hombre de apariencia extranjera, sin asomo alguno de acento de otro lugar–;
aquí, todo lo que vemos, nada está seguro. Cualquiera cosa puede ocurrir en el
más mínimo instante y alterar, incluso, nuestras más firmes creencias. Sin
aviso ni permiso suceden cosas, grandes y pequeñas, a cada persona, nadie se
salva. Eso sí, la vida es como una lotería que entrega a cada quien algo a
cambio de un billetico. Entre más billeticos tengas –miró al vendedor–, más
opciones hay de garantizarse algún premio. Un premio... ¿me hago entender?
El jefe rió de
buena gana y su sobrina dibujó en su tieso rostro una sonrisa especial. El
vendedor trató de imitarlos; pero, de repente, sintió que no podía hacerlo, ni
reír ni sonreír, como si de intentarlo pudiera correr el riesgo de padecer un
gran dolor, dolor físico; y sólo atinó a tomar un trago torpe de su vino.
-
Él es el
vendedor de seguros de vida, ¿no es así? –continuó, dirigiéndose a la mujer, a
lo que ella asintió; luego lo miró y le preguntó–: ¿Qué se siente ser vendedor
de seguros de vida?
Tal vez fue
aquella especial entonación de la pregunta la que lo hirió silenciosamente, no
sabiendo ni cómo abrir la boca, durante algunos segundos. De suerte que la
pregunta no lo agarró con vino en la boca...
-
Pues eso –contestó
quedo el interpelado vendedor–: ser vendedor, ofrecer seguros y con eso ganarse
la vida.
-
La tiene clara
–casi exclamó el anónimo galán, como quien se sorprende ante una tontería–, más
clara que muchos.
-
¿Y vender
seguros le ha servido para ganarse la vida? –afirmó/preguntó el jefe con
ridículo tono entre pueril y pendenciero.
-
Claro, ¿no le
digo? –habló el vendedor, descansando su mirada en el apretado rostro del jefe
encorbatado con elegancia–, soy vendedor, mejor que unos, igual que otros, peor
que todos si no me esfuerzo. Hay que ganarse la...
-
¡Exacto!
–exclamó el anónimo galán, pero mirando la mesa, su plato, cual si fuese una
pantalla– Exacto. Está muy bien preparado...
-
La compañía no
funciona sin profesionales en cada cargo –comentó el jefe, ante lo dicho antes.
-
No todos los profesionales
–respondió el galán– la tienen tan clara y logran mantener tanta estabilidad,
como éste...
-
Pero yo no
aprendí a vender seguros ni en el colegio ni en la universidad –dijo, de
pronto, el vendedor, buscando complementar con su experiencia la conversación
en curso.
-
En el colegio
–habló el galán–, por supuesto que no. El colegio no está para eso, sino para
enseñar a cada quien lo que puede y no podrá ser –tomó un elegante bocado, lo
introdujo casi seductoramente en su boca, lo masticó con parsimonia de
delectación, sonrisa con las comisuras, y continuó–: en la universidad... ¿no
consiguió nada que le haya servido para, al menos, ser tenido en cuenta como
vendedor, cuando comenzó?
-
Yo entré a la
empresa más por mi experiencia como vendedor, que por tener un título de alguna
carrera...
-
¿Pero usted
estudió? –inquirió el anónimo.
-
Sí. Hice tres
semestres de ingeniería y siete de contaduría pública...
-
Y no se graduó
porque consiguió trabajo...
-
En parte por eso
y en parte porque llegó el momento en el que lo que me enseñaban ya lo sabía o
no me servía para el trabajo...
-
¿Y qué tipo de
cosas le enseñaban en Contaduría?
-
En general, lo
que enseñan son formas variadas de hacer encajar las cuentas... de llevarlas
bien, como dicen. El problema es que es muy aburridor estar uno y otro y otro
semestre resolviendo problemas imaginarios, con cuentas exorbitantes, en lugar
de salir a buscar una cuenta propia que llevar bien...
-
¿Usted quería
entonces montar una empresa?
-
No tanto. Quería
estudiar algo que me diera trabajo; y pues contadores se necesitan en casi
todas las empresas...
-
¿Y cuándo se dio
cuenta de que lo suyo era la venta de seguros?
Guardó unos
segundos de silencio, intensificando la atención ganada sobre sí; y respondió:
-
Si le soy
sincero, le cuento que fue entre el segundo y tercer año de llevar
haciéndolo... Y me di cuenta sabe por qué: porque me fijé en la gente que había
entrado conmigo a la empresa; y la comparación hacía evidente que, pese a
costarme, me había mantenido, con cierta comodidad incluso, frente a compañeros
que no habían durado ni un año entero intentándolo...
-
Pero hay algo
que no entiendo –lo interrumpió el anónimo galán–: ¿a usted de verdad le gusta
ser vendedor de seguros de vida?
Tras un breve
silencio, tratando de ignorar el tufillo filoso de esa pregunta, habló:
-
No todos los
días, no todos los días...
-
No todos los
días –retomó el jefe– se puede cenar tan bien en un lugar tan exclusivo.
-
Es verdad –se adelantó
a decir el vendedor.
-
¿Y qué es lo más
raro que le ha pasado siendo vendedor? –volvió el anónimo galán a lomo de su
curiosidad.
El vendedor, de
manera inesperada, sintió por centenares de milésimas de segundo un escalofrío
que lo atravesó, cual onda explosiva de detonación cercana.
-
¿No le ha pasado
nada raro? –insistió el galán.
-
Todos los días
ocurren cosas inesperadas –musitó el vendedor, como quien repite una frase
escuchada hace mucho–; desde cosas buenas, hasta cosas no tan agradables...
-
¿Cómo qué?
-
Esta semana, por
ejemplo –continuó el vendedor.
-
¿La
capacitación? –preguntó interrumpiendo el jefe.
-
También –dijo el
vendedor, sin dejar de mirar su plato–; nunca esperé dictar charlas sobre lo
que sé hacer...
-
Pero yo pregunto
por cosas raras, ocurridas vendiendo seguros.
-
Sí, sí, sí
–habló el vendedor–; por ejemplo, en una ocasión, timbré en un apartamento y me
abrió una mujer casi desnuda...
-
¿En serio?
–inquirió el jefe.
El vendedor
guardó silencio, entornando sus ojos como si tuviera ante sí la imagen vívida
de aquel momento.
-
¿Y lo invitó a
seguir? –insistió el jefe.
-
No. Simplemente
se confundió; creyó que yo era el amante que ella debía estar esperando...
-
¿Y qué pasó?
–intervino el jefe evidentemente interesado.
-
Soltó un portazo
que, si no me quito, me aplasta el rostro.
-
Pero ni que
usted fuera tan feo –habló el anónimo galán, tras lo que sobrevino un nuevo
silencio, dentro del que sólo se escuchó el eco de una risita femenina.
-
Creo –dijo el
vendedor, aguantando unas intempestivas e intensas ganas de vomitarlo todo– que
no fue por mí, sino por la tardanza del amante que, tal vez, nunca llegó...
Porque aquella mujer estaba casi desnuda, es cierto; aunque también es cierto
que joven no era y muy bonita tampoco; además, eran las diez u once de la
mañana cuando timbré a su puerta...
-
¿Y eso hace
cuánto fue? –preguntó el jefe, de repente poseído por un aire de curiosa
preocupación.
-
El lunes, el
lunes pasado, hace dos días...
-
¿Usted salió a
vender seguros después de hablar conmigo? –exclamó el jefe su pregunta,
dejándola escuchar a varias mesas a la redonda.
El vendedor
asintió.
-
¿Ése no fue el
día del aguacero? –continuó el jefe, ya a volumen moderado.
El vendedor
asintió de nuevo; luego, como quien escucha un lejano y urgente llamado, soltó
delicadamente los cubiertos, pidió permiso, se puso de pie y, con envidiable
naturalidad, se dirigió al baño.
Lo sorprendió
inicialmente la palidez de su rostro reflejado; mas no reparó demasiado en
ello, atribuyendo su color más a la luz que lo iluminaba que al color de su
piel. En ese momento, viéndose ya a solas, tan solo con su reflejo, lo primero
que se preguntó fue por qué había huido así, tan de repente de la mesa y sus
comensales. Y no tuvo más razón que darse que aquellas súbitas náuseas
sufridas, minutos atrás. Pero, curiosamente, tan rauda había sido esa descarga
que, al tratar de recordarla, de lo único que se acordaba era de haberla
sentido; más de la sensación, vertiginosa, no había quedado nada en su memoria.
Aunque estaba claro que algo extraño latía dentro suyo, más en su pecho que en
su cráneo; una singular alteración, muy profunda, como estallido submarino. Y
unas cuantas imágenes que parecían mezcla de sueño y vivencia, ante aquella
cuarentona semidesnuda, aquella mañana de lunes, no sabiendo el vendedor si era
verdad aquello que parecía haberlo sido, en aquella zona de olvido aún sin
resolver, lunes en la mañana. Y luego de aquello, ¿qué? ¿Acaso el portazo lo
había hecho huir despavorido rumbo a su casa, caminando, bajo la lluvia, como
un zombi espantado ante su propio reflejo? Todo era confuso después de ese
portazo; como un cráter en su memoria. No obstante, algo nuevo había conseguido
recordar; podía ser cuestión de tiempo y paciencia llenar aquel enorme agujero
con recuerdos que parecían haber volado en mil pedazos.
Se lavó las
manos, como si tuviera manchas de tinta en ellas. Revisó su apariencia ante el
espejo, acicalando su bigote. Regresó a la mesa y encontró a los tres
comensales riendo a buena mano, mirándose cómplices, preguntándole el jefe al
verlo llegar:
-
Usted estuvo
casado, ¿no es así?
El vendedor, ya
sentado, asintió.
-
¿Y le hace mucha
falta tener pareja? –continuó el jefe, escuchándose de fondo una galanesca y
anónima risilla afilada.
-
La verdad
–respondió sin entender la gracia de la pregunta–, no mucho.
-
Pero pasó algo
más extraño después –habló de pronto el vendedor, ganando de inmediato la
atención de los demás–, después del portazo. Yo salí del edificio, afuera
llovía, tomé un taxi; y estoy casi seguro de que me echaron escopolamina o algo
así, porque no me acuerdo de cómo salí de ese taxi. Aparecí en un parque...
todo mojado. Pero completo. No me robaron nada...
-
¿Qué es
escopolamina? –preguntó la sobrina.
-
Es una droga que
usan los ladrones –habló el jefe– para que la víctima no oponga resistencia a
nada y luego se le olvide todo lo que le pasó...
-
¿Y usted le
avisó a la policía? –preguntó el anónimo galán.
-
Lo pensé, pensé
en hacerlo. Pero también pensé que la policía no está para resolver un caso
como el mío, ya que, como dije, no me robaron nada... o, mejor dicho, sólo me
robaron un pedazo de memoria; y eso nadie lo considera ni crimen ni delito.
-
Debe ser que lo
confundieron –habló, enfático, el galán.
-
¿Que me
confundieron? ¿Con quién? –preguntó extrañado e ingenuo el vendedor.
-
Usted sabe
–habló el anónimo–, con alguien a quien sacarle una buena cantidad de dinero...
-
No entiendo
–dijo el vendedor, con sentimiento.
-
Si hubiera sido
yo quien se hubiera subido a ese taxi, créame, a mí ni en un parque me habrían
dejado ni, mucho menos, me habrían respetado mis pertenencias, como a usted.
-
Entendió
–afirmó/preguntó el jefe.
Y el vendedor
quiso, una vez más, soltar delicadamente sus cubiertos y huir al baño a
vomitar. Se contuvo, como por arte de magia, ni él supo cómo. Sólo atinó a
asentir; y a clavar su atención en lo que en el plato aún quedaba para deleitar
el paladar. Y, de alguna manera, el vendedor agradeció la escasez de comida
servida para él, que no tardó en dar cuenta de todo, tapándose la boca bocado a
bocado, como quien tapa el cráter de un volcán a volquetadas de cemento y
asfalto.
No habló mucho
más el resto de la cena; tampoco le puso mucha atención a lo que aquel armónico
trío se decía. Acabó su vino y, cuando pidieron la cuenta –único elemento capaz
de atar, en ese momento, al vendedor a la realidad–, el anónimo galán, de un
tarjetazo, pagó lo de todos, cifra equivalente a un poco más de la cuarta parte
del salario mensual habitual del vendedor. Agradeció, siendo su gratitud aceptada
sin necesidad de hacerlo insistir. Se despidieron a la salida del restaurante.
Pese a haber
bebido tan solo una copa grande de vino, al salir a la calle el vendedor sintió
un mareo como de haberse tomado todo un botellón. Sin dudarlo demasiado, detuvo
un taxi, se subió y le pidió al conductor que lo llevara a otro barrio, al
suyo, tan humilde y maltrecho, pero donde al menos se siente jugando de local.
El chofer entendió el apremio de su recién recogido pasajero; y no tardó más de
veinticinco minutos en atravesar una amplia zona de la ciudad, casi de un mundo
a otro, dejando al vendedor en la puerta del edificio, sin cobrarle ni de más
ni de menos, que a ese pobre desgraciado –habrá pensado el taxista al verlo por
el retrovisor– parece como si le acabaran de romper el corazón a quemarropa.
Bajó del taxi
tras pagar, sin problemas, primero un pie, después el otro, rumbo a la entrada
del edificio. Saludó al vigilante de turno, atravesó el estrecho hall,
sintiéndose de repente frágil como tortuga sin caparazón; subió pausadamente
las escaleras, sin desprender su mirada de ellas ni su mano de la baranda
metálica. Subió demasiado; al levantar la cabeza, se dio cuenta de que estaba
llegando al tercer piso. Se devolvió, mansamente, hasta su segundo piso,
apartamento 204, abrió la puerta mecánicamente, ingresó y cerró igual a como
abrió.
No tuvo que
dejar, como de costumbre, su maletín sobre la mesa, junto a la puerta. No lo
había llevado a la cena. Así que, sin siquiera prender alguna luz, pero como si
todas lo estuvieran, encaminó con firmeza sus pasos hacia el único baño allí
disponible.
No alcanzó a
pensar en la corbata; y fue ésta la primera damnificada del primer impulso
eruptivo de vómito finalmente liberado, allí, en ese inodoro, él de rodillas
casi abrazándolo, la corbata cual babero, y la extraña sensación de que la
función apenas comenzaba. Todo confusión, en esas tinieblas blancuzcas del baño
estrecho, apestando a manjar digerido y devuelto.
Desde que venía
en las escaleras, un enjambre de imágenes había alcanzado su cráneo. Curiosas
imágenes de un secuestro equivocado, me echaron escopolamina, me pasearon por
la ciudad haciéndome preguntas, hasta darse cuenta de que no era el personaje
importante que los malandrines andaban buscando para robar y extorsionar.
Ladrones, pero decentes, con ambiciones en la vida, lo habían dejado quieto, ni
el celular le tocaron, devuelto en un parque, bajo la lluvia, como quien
abandona una mascota; hasta le habrán ofrecido disculpas, nosotros buscando a
alguien importante y terminamos encontrando a este pobre monigote.
Se encontró bajo
la lluvia, desmemoriado.
¿Acaso podía ser
cierto? Sí, por supuesto que podía ser cierto. ¿Pero realmente había ocurrido?
No había argumentos para no creerlo realmente ocurrido. Incluso, eso podría
explicar algunas cosas poco habituales vividas desde entonces. Los insomnios,
las pesadillas, la inapetencia, los mareos, las torpezas y, como prueba
fehaciente, el vómito producto de un malestar que podría atribuírsele a los
efectos colaterales de la poderosa droga que habrían usado sus furtivos y
errados captores. Argumentos a la posibilidad de estar sufriendo aún los
nocivos efectos de esa sustancia utilizada, tal vez en exceso, por una banda de
inexpertos asaltantes que no eran capaces ni de pescar uno gordo.
La fortuna de la
miseria, habría podido concluir ante esa situación. Pero no estaba para
conclusiones en ese momento, menos en ese estado. Como pudo, se quitó la
corbata, la arrojó al piso de la ducha; luego se quitó el saco y la camisa, lo que
lo obligó a incorporarse y ponerse de pie, sin atreverse a prender la luz,
quizás por miedo a iluminar la fetidez creciente allí encerrada.
Dejó que el agua
de la cisterna se llevara los restos devueltos de buen vino y exclusiva
culinaria. Aún tenía ganas de vomitar; pero al verse de pie, aprovechó para
lavarse las manos y la cara, mirando sin atención el borroso reflejo oscuro de
su rostro en el espejo en sombras. En lo único en lo que quería pensar era en
descansar; dormir como un lirón tras tomarse un frasco de somníferos. Qué importaba la memoria perdida. Cuál era el
afán de recuperarla. Por qué no aceptar simplemente su desaparición, agradecer que todo indicaba
que tan solo dejó algunos daños colaterales, similares a los de una
intoxicación accidental; y seguir la vida, qué otra opción, a fin de cuentas...
Una implacable
ráfaga de imágenes y sensaciones, poco agradables, lo atravesaron de repente,
haciéndolo casi brincar, cual si su celular hubiera timbrado de improviso. Y
con ella, otra ráfaga, de reacción; no alcanzó ni a apuntar hacia el inodoro.
Vomitó el lavamanos, sus llaves, sus manos; pero no se puso a limpiarse.
Permaneció agarrado con fuerza al lavamanos, apoyando sus nalgas contra la
puerta a sus espaldas.
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