domingo, 26 de enero de 2014

Primera parte, tercer capítulo: Tal vez fui raptado por extraterrestres

TAL VEZ FUI RAPTADO POR EXTRATERRESTRES
pensó de repente; y quiso reírse, pero no lo hizo, ya que no era la primera vez que lo consideraba, habiéndose ya revisado el cuerpo en busca de marcas o cicatrices nuevas, mientras se cambió de ropa. Quiso, también, no pensar en ese extraño episodio acaecido entre las últimas horas de la mañana y las primeras de la tarde. Estaba claro que algo extraño había ocurrido; pero más allá de eso, él estaba bien, sano y completo, con algo de frío, en su casa, viendo televisión con una taza de café caliente entre sus manos. Las cosas pasadas se aclararían, en algún momento; mientras tanto –pensó para sí- era mejor concentrarse en lo que habría de contestarle a la propuesta de su jefe. Así que tras suspirar con cierto aire solemne, dio por terminado el tema del enlagunamiento sufrido y se esforzó por concentrar su atención en lo que su jefe le había propuesto horas atrás.

Comenzó preguntándose nuevamente por qué el jefe le había hecho justamente a él aquella propuesta. Tal vez porque no había nadie más dispuesto a aceptarla. Quizás porque era una labor tan sencilla –como dispendiosa y aburridora- que el jefe había preferido cedérsela a él, aprovechando cierta confianza que le tenía.

No atinaba a descubrirlo; sin embargo, era evidente que la propuesta ya se la habían hecho y él debía responder con un sí o un no; no recordaba cuándo debía dar respuesta, aunque tarde o temprano ese momento llegaría.

Repasó la propuesta: su jefe le había dicho, primero, que estaba preocupado por el bajo número de seguros vendidos durante el último trimestre; y atribuyó de inmediato dicho bajón a la poca capacidad y habilidad de los nuevos vendedores, contratados justamente tres meses atrás, reemplazando a otros vendedores que habían salido de la empresa. Luego, su jefe dijo que, tras mucho pensarlo, había decidido usar algunos días para darles a los empleados nuevos una capacitación que dinamizara su potencial de vendedores.

-         A fin de cuentas –recuerda que su jefe dijo-, nadie nace aprendido...

Por supuesto, si el panorama de la empresa no mejoraba notoriamente durante los tres meses siguientes a la capacitación, todo aquel vendedor que no alcanzara un nivel mínimo de ventas, dejaría de trabajar en la aseguradora.

¿Qué podía él, presunto experto vendedor de seguros, enseñarle a un puñado de incompetentes vendedores principiantes, a quienes se les notaba a la legua cuán poco les interesaba el negocio de los seguros, y sólo estaban en la compañía trabajando hasta tanto encontraran un trabajo medianamente mejor? Era perder el tiempo, casi con cinismo. No entendía por qué su jefe, en lugar de ponerse a organizar charlas y capacitaciones, no se había conseguido unos cuantos videos sobre venta de seguros y uno que otro de autosuperación; o, simplemente, por qué no los había amenazado con bajarles el salario si no mejoraban su rendimiento.

Algo no encajaba en todo ese panorama; ése no era el jefe que él conocía desde varios años atrás. Tal vez era que se estaba volviendo viejo; pero eso tampoco encajaba, ya que se notaba que el jefe es de los vinos que se amargan con el tiempo. Podía ser, entonces, que el jefe –a escondidas– se había unido a una de esas sectas cristianas que transforman a la gente, les indican el buen camino y les trabajan la culpa, a cambio de unas cuantas cuotas al año. Pero si fuera así, al menos su secretaria se habría enterado y el chisme ya habría sido regado por los pasillos.

Otra posibilidad, dentro de tantas otras –pensó–, podía ser que el jefe hubiera empezado a perder la cordura. Eso era, por una parte, cada vez más probable; y por otra, conociendo los excesos de trabajo y de placer que el jefe se sabía dar, no era descabellado creer que eso había mellado seriamente no sólo su cuerpo, sino también su forma de razonar.

-         ¿Será contagioso? –se preguntó en voz alta, verdaderamente preocupado.

Lo bueno de aceptar la propuesta –pensó luego– era que la carga laboral disminuiría. Podría llegar más temprano a su casa; e incluso, gastar menos dinero en transporte. Eso no estaba mal; además, no era mucho lo que tenía por perder: partiendo de la presunción de que esa capacitación no marcaría ninguna diferencia y en tres meses no tendría que volver a ver a ese puñado de incompetentes en la empresa. Eso tampoco estaba mal porque, de alguna manera, entre menos vendedores cerca, menor la competencia.

Lo malo, por otra parte, radicaba en tener que dar esas condenadas charlas, a sabiendas de que era tiempo perdido en vano; como el tiempo que gasta aquel que se empecina en hacer hablar a un perro. Pero, en el fondo –pensó–, ¿cuánto tiempo en vano no perdía a diario, recorriendo calles cual cazador tras presas invisibles? Nada más con el ejemplo de horas atrás bastaba: no sólo había perdido ese tiempo, sino que además ni recuerdo había quedado de él.

Pensaba en esto cuando escuchó timbrar su celular. De un brinco se dirigió a atenderlo, escuchando a continuación la voz del jefe que, tras saludar, le dijo:

-         Me quedé esperando su llamada.
-         Es que me quedé sin minutos –contestó él, con convicción.
-         Bueno, pero, ¿ya tiene una respuesta? Porque usted sabe: arrancamos mañana.
-         ¿A qué horas?

Tras un instante de silencio, el jefe respondió:

-         A las nueve y media; comenzamos con una charla introductoria...
-         ¿Y me tocaría darla a mí? –lo interrumpió.
-         No. La primera suya sería por ahí a las once, en la sala de juntas. Pero entonces, ¿qué dice? Mañana arrancamos.
-         Bueno –musitó él.
-         Nos vemos a las nueve y media en la sala de juntas. Llegue puntual y bien vestido.
-         Como siempre.

-         Sí, sí, sí –habló el jefe–; mañana a las nueve y media, no se le olvide. Hablamos entonces... –y luego colgó.

Primera parte, segundo capítulo: Al abrir nuevamente los ojos

AL ABRIR NUEVAMENTE LOS OJOS
se encontró de pie en mitad de una calle, bajo el caudal de la lluvia, maletín en mano, sin saber cómo había terminado allí, en qué momento se había mojado tanto, qué lo había detenido en aquel lugar. Fue un despertar repentino; y al no sentir sabor amargo alguno en su boca, empezó a caminar, con envidiable naturalidad, sin fijarse en demasía a dónde lo dirigían sus pasos.

Se detuvo bajo el techo de un paradero; y quiso tener a alguien cerca para preguntarle dónde estaban, qué día era, cuándo había empezado a llover. Se limitó a consultar el reloj, las dos de la tarde y cuarenta y tres minutos, le contestó; y ya con ese dato, trató de recordar las primeras horas de ese día, sin conseguir siquiera acordarse de lo que había desayunado.

¿Acaso un rayo le había destruido la memoria reciente? ¿Había sido secuestrado por una nave extraterrestre? ¿Estaba viviendo los síntomas de una nueva enfermedad mental adquirida?

No recuerda hacia dónde se dirigía.

Entró a una cafetería, pidió un café doble y revisó el maletín, en busca de algo que le ayudara a recordar las últimas horas vividas, encontrando en su interior, permeado por el agua, algunos formularios mojados, un libro de motivación laboral y un paquete de plegables y carpetas, todos ablandados por la humedad.

De algo se acordó al ver el libro: le fue entregado por su jefe, en las primeras horas de la mañana, para que al menos lo hojeara, ya que allí podría encontrar ideas útiles. También, vino de su memoria el recuerdo de la propuesta hecha por su jefe aquella misma mañana, poco antes de entregarle el libro: cambiarle horas de oficina y venta domiciliaria por horas de inducción a nuevos vendedores. Con aquella propuesta, el jefe había hecho evidente una vez más una de sus preocupaciones: el bajo rendimiento de los nuevos vendedores contratados, que lo había convencido de capacitarlos, si deseaba que las ventas no siguieran en descenso.

Recordó difusamente que dijo que lo iba a pensar; y que salió de la oficina y del edificio, a seguir trabajando en lo que sabía hacer: encontrar clientes dispuestos a invertir su dinero en uno de los seguros que él ofrecía. Hasta ahí, las cosas están medianamente claras; lo que continúa después de eso parece no aparecer en su memoria: no recuerda a dónde dirigió sus pasos tras salir a la calle a trabajar. El siguiente recuerdo que tiene es el de encontrarse bajo la lluvia, en una calle cualquiera, cual si estuviera esperando a alguien.
Estornudó varias veces. Pidió otro café doble; y una galleta. Afuera seguía lloviendo; así que, mientras esto fuera así, permanecería allí, en la cafetería, no sólo tratando de recordar cómo terminó en aquel lugar sino, sobre todo, qué tiene aún por hacer antes de que el día termine. Normalmente, no se desocupa nunca antes de las seis de la tarde; y pese a que, más allá de vender seguros de puerta en puerta no suele tener más que hacer, tenía la corazonada de que algo importante había aún pendiente para ese día. Entre más pensaba en eso, más se convencía de que no era una simple corazonada sino, más bien, la certidumbre de no recordar un compromiso importante; y entre más se exprimía la memoria tratando de recordar qué era, más lejos parecía ésta escapársele.

La lluvia empezó a amainar. Volvió a guardar lo que sacó del maletín; y al hacerlo, descubrió con cierta vergüenza la presencia de una pequeña sombrilla allí dentro. Lo había olvidado: esa sombrilla suele estar siempre en un bolsillo auxiliar del maletín; en no pocas ocasiones le ha evitado mojarse tanto, paraguas cerrado en mano, terminándose de tomar el segundo café en una cafetería encontrada al azar.

Pagó y salió, cubriéndose del rezago de la lluvia con su paraguas más seco que él. Tras caminar un par de cuadras, encontró una avenida conocida; y reconoció que estaba más cerca de su casa que de la oficina. Tomó rumbo hacia su casa, al menos para cambiarse, que si hay algo pendiente, bien sabe que lo llamarán al celular a recordárselo.

Llegó a su casa poco después de las cuatro, con la ropa pegada a la piel y el frío hasta los huesos. Se puso ropa seca, no la piyama; se preparó un café con leche, se sentó en el sillón ante el televisor y se puso a mirar la pantalla encendida sin fijarse mucho en las imágenes que por allí pasaban.

Una incómoda sensación lo ha poseído: se sintió enfermo, pese a no tener ni síntomas de gripa. Enfermo de una enfermedad seria; o algo así. No recordaba haberse enlagunado nunca antes a lo largo de toda su vida, sin haber consumido alcohol. Y temió haber consumido algo sin darse cuenta. Probablemente, alguien lo drogó para robarlo. Pero él estaba bien y completo; no le hacía falta nada, más que el recuerdo de las horas previas a encontrarse solo, en mitad de una calle, bajo la lluvia.

Ya ha recordado con mayor claridad la propuesta de su jefe. No sabía muy bien por qué justo a él le hizo dicha propuesta; pero está claro que su jefe quería que él se hiciera cargo de ofrecer algunas charlas durante el curso de capacitación que se le dará al puñado de nuevos vendedores, para que entiendan cómo es que se venden seguros, en particular seguros de vida. Se trataría de hablarles acerca de su trabajo; y a cambio de ello, el jefe le ofreció un mejor horario de trabajo mientras dure la inducción; lo que, traducido a hechos, significa que durante esos días no tendría que salir a la calle a buscar clientes, sino que bastaría con que fuese a la oficina, diera las charlas y ya.

Primera Parte, primer capítulo: Tras dar por concluido


TRAS DAR POR CONCLUIDO
su austero desayuno, llevó a la cocina el plato y la taza usados, los lavó rápidamente y se dirigió a su habitación a terminar de arreglarse.

Ante el espejo que allí tenía, se puso la corbata, tomándose su tiempo acomodándola; y luego, como lo hacía cada mañana desde tantos años atrás, practicó los gestos de que se servía a lo largo de su jornada laboral: varias sonrisas –todas ellas de labios cerrados-, algunos gestos de complacencia y otros de comprensión ante una respuesta negativa; se saludó y se despidió de su reflejo varias veces, comprobando así que, pese a que su vida no dejaba de saberle a mierda, no había perdido la capacidad de lucir cortés, fino y bien educado.


Se puso el saco, tomó su maletín compañero y –dejando, como siempre, con llave- salió de su estrecho apartamento  rumbo a la oficina, a recoger algunos formularios, dejarse ver por su jefe y por algunos de sus compañeros, sabiendo que luego volvería a la calle, a comenzar –un día más- con su labor de vendedor domiciliario de seguros de vida. 

Presentación del Blog del Monigote

Por: Juan C. Biermann


Empecé a escribir la historia del Monigote a mediados del año 2003. Por ese entonces, nunca creí que una idea embrionaria pudiera cobrar tanta importancia, acompañándome durante más de diez años, desplegándose ante mí.

Desde el momento en que comencé a poner por escrito esta historia, han pasado muchas cosas. No sólo la ideilla se hizo novela, sino que la novela se vuelve ahora blog, con la intención de darse a conocer, de ser leída, de recibir críticas, comentarios, sugerencias y todo lo que pueda llegar a despertar, a partir de la publicación de sus capítulos (y de algunos otros fragmentos extra) cada semana, en este blog.

El Monigote, como novela, cuenta con cincuenta capítulos, cuya extensión oscila entre las 150 y las 3000 palabras. Narra una semana de la vida de un vendedor de seguros de vida, en momentos en los que algunos fantasmas del pasado amenazan con regresar, al tiempo que vientos de esperanza por un futuro mejor se rumorean en torno suyo. Es, también, la historia de un hombre que, desde su temprana juventud, se siente monigote, criatura prescindible, sin nada realmente especial por lo que ser reconocido y acostumbrado a ser tratado con poco respeto por parte de sus conocidos y clientes.


Espero sinceramente que con esta iniciativa de convertir la novela en blog, pueda llegar a un público más amplio, que se anime a seguir cada publicación, a comentar y, sobre todo, a conocer la historia de este Monigote, similar a la de muchos otros.