TRAS DAR POR
CONCLUIDO
su austero
desayuno, llevó a la cocina el plato y la taza usados, los lavó rápidamente y
se dirigió a su habitación a terminar de arreglarse.
Ante el espejo
que allí tenía, se puso la corbata, tomándose su tiempo acomodándola; y luego,
como lo hacía cada mañana desde tantos años atrás, practicó los gestos de que
se servía a lo largo de su jornada laboral: varias sonrisas –todas ellas de
labios cerrados-, algunos gestos de complacencia y otros de comprensión ante
una respuesta negativa; se saludó y se despidió de su reflejo varias veces,
comprobando así que, pese a que su vida no dejaba de saberle a mierda, no había
perdido la capacidad de lucir cortés, fino y bien educado.
Se puso el saco,
tomó su maletín compañero y –dejando, como siempre, con llave- salió de su
estrecho apartamento rumbo a la oficina,
a recoger algunos formularios, dejarse ver por su jefe y por algunos de sus
compañeros, sabiendo que luego volvería a la calle, a comenzar –un día más- con
su labor de vendedor domiciliario de seguros de vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
CoOmenta, crítica, sugiere: