que ha tenido a
lo largo de su carrera como vendedor de seguros de vida, tuvo uno, bastante
singular, que se definía a sí mismo como amante apasionado del tenis de mesa, o
ping pong, como él lo llamaba.
Para adquirir un
seguro, una de las condiciones que puso –tácitamente– fue la de que el vendedor
debía jugar unos cuantos partidos ya que, según aquel afiebrado amante del ping
pong, es jugando en una mesa donde realmente se conoce a las personas.
El vendedor
accedió sin necesidad de mayores insistencias; el tenis de mesa no era su
deporte favorito, pero lo había jugado años atrás, muchas veces, por lo que se
animó sin dudar a presentarle competencia a aquel singular cliente suyo.
De los cinco
partidos que jugaron, el vendedor sólo ganó uno, el primero, tal vez por falta
de calentamiento del cliente. Y satisfecho el ferviente jugador, invitó al
vendedor a tomarse unas cervezas, a lo que éste contestó inicialmente que no,
pero no tardó en cambiar de parecer, ante la insistencia del cliente y la
promesa de invitar la primera ronda.
Hablaron de
muchas cosas, aunque especialmente del ping pong. Fue entonces cuando el
cliente confesó, sin exceso de modestia o arrogancia, que había jugado todos
los partidos con la zurda, siendo él naturalmente diestro. Agregó que tenía esa
costumbre desde muchos años atrás; y que la mantenía porque eso le permitía
conocer mejor a sus contrincantes no sólo como jugadores, sino también como
personas.
-
¿Y qué descubrió
de mí? –preguntó el vendedor.
-
Descubrí que
usted es bueno jugando –guardó un silencio solemne y luego, con tono divertido,
añadió-: bueno para jugar…
-
¿Cómo así?
-
Sí, que parece que
usted no juega queriendo ganar, sino queriendo perpetuar el juego –contestó el
cliente esbozando una generosa sonrisa.
Fue entonces que
el vendedor rió, aunque sin saber muy bien a razón de qué, pero repitiéndose en
su cráneo, picándole casi como cosquillas, ese juega queriendo perpetuar el
juego…
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