sábado, 22 de febrero de 2014

Primera parte, séptimo capítulo: Salieron en la camioneta del jefe


rumbo a un restaurante cercano. Desde que se pusieron en marcha, el jefe le fue contando algunas cosas sobre la empresa, con gran soltura, evidenciando su confianza hacia él. Dentro de lo que le dijo, en particular sobre los nuevos vendedores, le contó que había hecho algunas cuentas –con ayuda del tesorero– y había descubierto que salía más costoso para la empresa echar a los vendedores nuevos, que enseñarles a hacer mejor su trabajo. Además, agregó, había conseguido una persona experta en mejoramiento productivo empresarial, que se estaba encargando personalmente de modernizar algunos aspectos de la compañía, con el fin de hacerla más eficiente, rentable y competitiva.

El vendedor se limitó a escucharlo pacientemente, interviniendo muy poco, sin ponerle demasiada atención, pero reconociendo que lo que estaba ocurriendo no era para nada habitual: ésa era la primera vez que el jefe lo invitaba a almorzar; y una de las primeras en las que parecía estar contando confidencias acerca de la situación presente de la aseguradora.

Entraron a un restaurante más elegante y caro de lo habitual para el vendedor; pidieron el plato del día (Entrada: Crema de apio o Fruta; Plato: Pechuga a la plancha con salsa de champiñones, papas al vapor, arroz con perejil y ensalada de verduras fría. Bebida: Jugo de fresa o Gaseosa. Postre: Guayaba con Chantillí o Helado de la temporada) y, sin esperar a que siquiera llegara la entrada, el jefe arrancó otra vez a hablar y hablar, dando toda la apariencia de estar más interesado en escucharse que en saberse escuchado. Lucía desahogándose, intentando tal vez consolidar su convencimiento, su certeza de no estar equivocándose al darle una solución a la situación por la que la empresa –que sentía tan propia–  estaba atravesando.

-         Es claro –dijo varias veces– que la venta de seguros puede seguir creciendo, al ritmo de la población o incluso más. Pero hay que entender también que la población necesita nuevas formas de asegurarse. Usted lo ha visto: prefieren portar armas o escoltas, en lugar de comprar un seguro de algún tipo. Así que nuestra competencia ya no son solamente las demás compañías aseguradoras; ahora hay que incluir en esa lista a todas aquellas empresas que ofrecen seguridad: desde las de vigilancia privada hasta las de armas, pasando por supuesto por las de seguridad social. Si usted se pone a hacer esa cuenta, notará de inmediato su alto número; y por más que crezca la población, eso no asegura que crezca también nuestro número de clientes habituales. Hay que desarrollar estrategias capaces de captar  un mayor número de clientes, ofreciendo un número cada vez mayor de servicios...

Escuchando a medias lo que su jefe peroraba, pensó mientras masticaba en lo ocurrido el día anterior; intentó recordar qué había almorzado. No encontró nada; ni una imagen ni un sonido ni un olor. Nada; tal vez, podía ser que ni siquiera hubiera almorzado. Podía ser cualquier cosa; lo que estaba claro era que nadie en su memoria daba razón de lo ocurrido a lo largo de esas horas olvidadas del día anterior.

De repente, escuchó que el jefe decía algo relacionado con el futuro de los vendedores de seguros. Inicialmente, afirmó que la empresa, para cambiar, debía cambiar al igual que la forma de vender; en otras palabras: que el oficio de vender seguros debía adaptarse a las nuevas condiciones del mercado; y esto hacía que la empresa tuviera que redefinir la forma de trabajar de sus vendedores.

-         Hacer una capacitación a los nuevos vendedores es parte de la estrategia que he decidido poner en práctica, con el fin de adaptarnos a las exigencias de estos tiempos...

Todas las ideas que escuchaba de su jefe encajaban entre sí, llegando incluso a sonar atractivas y coherentes. Lo único que no encajaba para el vendedor era el emisor de dichas ideas. Entre más lo escuchaba, más le sorprendía el hecho de que su jefe –aquel hombre testarudo a quien conocía de algunos años atrás– estuviera hablando de aceptar, de alguna manera, probar nuevas estrategias, diferentes a las defendidas durante tanto tiempo. De todas formas, era evidente que algo en el jefe había cambiado, como si hubiera recibido un golpe en el cráneo, hubiera sufrido un horrible susto o algo por el estilo. Probablemente, en ese cambio tenía que ver la mujer que había dado la charla inaugural y sobre la cual el jefe no había dicho, dentro de todo lo que dijo, prácticamente nada. Hasta que el vendedor, ya terminado el almuerzo, se animó a preguntarle dónde la había conocido; y, sin ruborizarse, contestó que aquella mujer era sobrina suya, además de ser una increíble profesional; y que había empezado a considerar seriamente la idea de convertirla en su asesora directa; pero primero debía ella ser capaz de coordinar exitosamente la capacitación y presentar resultados favorables para la empresa.

Habló el jefe de ella con el tono de quien se asume mentor, modelo a seguir, segundo padre; y bastó con distinguir ese tono para convencerse de que el jefe no vería con buenos ojos que él se acercara a su sobrina.

Fue breve hablando de ella; el jefe retomó un tema antes tratado: el vendedor de seguros debía adaptarse a las nuevas exigencias del mercado; debía hacerse más competitivo y versátil, capaz de descubrir y explotar nuevos nichos, vetas de clientes necesitados de seguridad. Sólo así podría sobrevivir en ese mercado cada vez más hostil.


A lo largo del camino de regreso a la oficina, ambos permanecieron en silencio; y el vendedor estuvo tentado a abrir la boca y a contarle a su jefe del extraño fenómeno que había vivido (y olvidado) el día anterior; pero mantuvo su silencio, para evitar preguntas que no sabría cómo responder.

viernes, 14 de febrero de 2014

Primera parte Sexto capítulo: ¿LAS PREGUNTAS LAS DEJAMOS PARA EL FINAL?

–murmuró el vendedor al jefe, a lo que éste asintió concesivo.

-         Bueno –retomó–, se pueden dar cuenta de que estoy tratando de demostrarles algo muy sencillo: vender seguros no es sólo salir en busca de clientes dispuestos a pagar por nuestros servicios, sino es también tener la oportunidad de satisfacer una necesidad de la gente. Ustedes lo escucharon en la charla anterior: el ser humano tiene cada vez más necesidades; es decir, cada vez necesitamos más productos y servicios para vivir tranquilos. ¿Y qué más tranquilidad que la que ofrece un seguro? Puede ser de vida, exequial, contra robo, contra incendio, contra pérdida o catástrofe. Lo que está claro es que nuestra labor como vendedores de seguros no consiste solamente en ser profesionales exitosos, sino también consiste en ofrecer bienes de tranquilidad a la gente, aportando a la seguridad de la sociedad. En este sentido, y desde esta perspectiva, es mucho más sencillo notar que ser vendedor de seguros no es sólo una profesión como cualquier otra, sino que además cuenta con un importante componente social, en cuanto se complementan, de alguna manera, los servicios que ofrece el gobierno, por ejemplo en lo que a seguridad se refiere...
-         Así es –lo interrumpió su jefe, visiblemente emocionado.

El vendedor sonrió generosamente; luego bebió un sorbo largo de agua y dijo, con el mentón ligeramente levantado:

-         Podría seguir hablándoles, pero preferiría ahora saber si alguno de ustedes tiene alguna pregunta –los observó con confianza y remató–: ¿quién de ustedes ha vendido ya dos seguros en un solo día? –levantó las cejas, con cierto aire burlón– ¿Ninguno? ¿Ninguno ha sentido esa alegría todavía?

Con haberse dirigido así a los vendedores nuevos no logró, como quería, hacerlos reaccionar de alguna manera. Verles las caras, aquellas caras de gesto tan insípido, había conseguido aburrirlo. Pero, en lugar de responder, el grupo entero de novatos se retrajo y, cual si no tuvieran lengua, apretaron su boca cerrada, como si temiesen atreverse a hablar.

Ante este silencio, el vendedor –desencantado pero triunfante–, continuó:

-         Si el trabajo que uno hace no le proporciona, al menos de vez en cuando, una alegría, uno se hastía, se aburre, se cansa. Y hace peor su trabajo, porque lo hace de mala gana, sin esperar más que un modesto sueldo mensual que no crecerá, hasta tanto se decida uno a ganarse con méritos un aumento o hasta un ascenso. Lo que quiero que entiendan no es muy difícil: entre más seguros uno vende, mejor vive.

Resopló, fingiendo cierto malhumor, bebió otro sorbo de agua, y concluyó:

-         Hay una cosa que no entiendo –miró al jefe–: si yo fuera uno de ellos, ya me habría puesto de pie y me habría ido a vender seguros. Usted sabe: de no ser por esta capacitación, yo estaría en contacto con los clientes en este mismo momento...

El asomo de sonrisa del jefe desapareció y en su lugar brotó un ceño fruncido, de enfado, al sentirse –de alguna manera– reprendido por el vendedor; pero esa cara la dedicó a los vendedores nuevos, preguntándose si realmente había valido la pena organizar dicha capacitación.

-         Señores –retomó el vendedor–, ¿alguno de ustedes podría intentar venderme un seguro?

El tono se había vuelto más agresivo, al igual que su mirada sobre ellos. Realmente se estaba empezando a divertir bastante con ese puñado de jóvenes adultos; con sus rostros y sus gestos, sus miradas, su silencio.

-         Bueno, entonces –agregó con cierta sorna– permítanme intentarlo a mí. ¿Algún voluntario?
-         Creo que no es necesario –habló de repente el jefe, tocándole el hombro con su palma abierta.

Sin entender exactamente por qué el jefe había dicho y hecho eso, guardó silencio. Y este silencio duró hasta que el jefe retomó la palabra y dijo a buena voz:

-         Necesito que mañana cada uno de ustedes traiga aprendida la lista de seguros que tiene para vender; incluyendo costos, planes, descuentos y cobertura. Para mañana temprano, ¿entendido?
-         Sí, doctor –musitaron los novatos, algunos de ellos tomando nota.
-         ¿A qué horas nos vemos mañana? –preguntó el jefe al vendedor.
-         Que estén acá listos a las ocho.
-         Muy bien –habló el jefe; y luego, dirigiéndose a los novatos, añadió–: esta tarde, desde las dos y media, va a venir a hablarles uno de los contadores de la empresa, que ha trabajado largos años en el área de tesorería; y les explicará un poco mejor el sistema que usa esta compañía para remunerar a sus empleados, a todos los niveles...
-         ¿Alguna pregunta? –se atrevió a decir el vendedor.
-         Que se la hagan mañana –y con un gesto le pidió que recordara ya qué hora era. Y con otro, a los novatos, les indicó que ya podían salir.

El vendedor y su jefe esperaron sentados a que hasta el último del público saliera. Ya a solas, fue el jefe quien habló:

-         De haber sabido... Me gustó mucho su charla...
-         Trabajo persuadiendo gente –respondió, encogiéndose de hombros, simulando cierto gesto de humildad.
-         Lo invito a almorzar, ¿qué le parece?

-         Me parece... increíble –le contestó, siguiéndole de algún modo la corriente, sin dejar de extrañarle el tono de calurosa confianza de su jefe hacia él.

viernes, 7 de febrero de 2014

Primera parte, quinto capítulo: AÚN UN MINUTO

le recordó su reloj. Se levantó, pagó lo consumido y regresó mansamente al edificio, a su quinto piso, a dar la charla sobre un tema que no tenía del todo claro ni definido.
Fue uno de los primeros en entrar a la sala de juntas; se acomodó en la silla antes ocupada por la mujer. En silencio y quietud esperó a que los asistentes se completaran, que se cerrara la puerta y él tuviera que empezar a hablar. La mujer no apareció. Fue el jefe quien tomó primero la palabra. Dijo que después de la gran charla inaugural sobre la importancia de los seguros en la sociedad actual, tenía el gusto (¡el gusto!) de presentar a uno de los vendedores más exitosos de la aseguradora, especialista en seguros de vida. Antes de cederle la palabra, el jefe concluyó:

-         Él está aquí para hablarles de su vida como vendedor de seguros. Estoy seguro de que les aclarará muchas dudas y les dará indicaciones pertinentes para un mejor desempeño laboral.

Breve silencio. Tan solo hay que comenzar, pensó el vendedor para sus adentros.

-         Buenos días. Cuando yo empecé con esto de la venta de seguros, no tuve la suerte de tener una capacitación como ésta. Yo tuve que aprender a la antigua: en la calle, ablandando clientes a mano. No fue divertido, pero no me arrepiento, porque reconozco que me ha sido de gran utilidad. Además, ahora que lo pienso, si al comienzo no me hubiera parecido tan difícil de hacer, probablemente me habría aburrido y habría tenido que buscar otro trabajo en el que poder demostrar mis capacidades. En otras palabras, mi trabajo me gusta porque lo he aprendido a hacer; y si uno hace bien las cosas, tarde o temprano, recibe su recompensa.

Respiró, miró de reojo al jefe y continuó:

-         Al comenzar, lo más difícil fue convencerme a mí de que era capaz de vender seguros; y venderlos bien, por supuesto, no uno cada mes o cada año. Sobre todo, tener paciencia con los clientes; aprender a apretarlos, advirtiéndoles, por ejemplo, en el caso de los seguros de vida, que la muerte suele ser menos paciente que uno, el vendedor. También funciona saberse muy bien todos y cada uno de los servicios que ofrece la compañía ya que, a la hora de asesorar a un cliente, uno tiene muchas más herramientas para convencerlo, teniendo tanto que ofrecerle. Me pasó una vez, incluso, que un cliente me preguntó por un seguro especial de vida para mascotas; yo, sabiendo que nada de eso existía, pero conociendo opciones, le sugerí que adquiriera, en lugar de un seguro de vida, un seguro exequial, que incluyera misa, entierro y fosa con lápida, y pusiera como beneficiario a la mascota, ya que eso sí es posible, porque quien adquiere dicho seguro es quien decide también quién o qué disfrutará la póliza. En otras palabras, sí es posible esa adquisición, ya que quien la paga no es la mascota, sino su dueño...
          
Tuvo que detenerse al escuchar la risita de su jefe, quien lo miró y dijo:

-         Sí, sí, sí; recuerdo aquel caso de seguro exequial para una mascota. El cliente quedó feliz....
-         Pero aquí no termina la historia –retomó el vendedor–; en ese tiempo, en mi cartera de ventas, yo no tenía ningún seguro exequial para ofrecer. Pero sabía de un compañero que tenía y sabía venderlos bien; así que lo contacté con el cliente y formalizaron la compra del seguro. Y todo muy bien...

-         Fue como dos meses después –prosiguió tras un breve silencio– que este vendedor al que le ayudé, me llamó y me contactó con un señor que quería comprar seguro de vida para toda su familia. Y eran como doce o catorce...
-         Quince, contando al señor –lo interrumpió su jefe para recordárselo.
-         ¡Exactamente! ¡Quince! ¿Ustedes saben lo que es vender quince seguros de vida en menos de una tarde? Para completar, le caí tan bien al señor que, en más de una ocasión, me invitó a cenar con su familia e incluso a practicar su religión...
-         ¿Eran musulmanes? –preguntó el jefe.
-         No, creo que eran como judíos o algo así. El punto es que, para ser tan ricos, fueron muy amables conmigo.


El vendedor hizo una pausa. Tomó la botella de agua que tenía frente a sí, la destapó parsimoniosamente, bebió con calma un sorbo corto, luego otro más largo y, sin volverla a tapar, la dejó donde estaba. Algo era claro para él en ese momento: no sabía muy bien cómo, pero con sus palabras estaba logrando ganarse al público, con su jefe incluido.

sábado, 1 de febrero de 2014

Primera parte, cuarto capítulo: Pocos minutos después dieron las ocho

POCOS MINUTOS DESPUÉS DIERON LAS OCHO

El televisor, ante él, empezó a escupir imágenes del noticiero de esa hora. Acomodado en su sillón, se concentró en la pantalla, dejándose estar así, a disposición de los destellos que se sucedían. Tras la sección deportiva y la de farándula, sus párpados empezaron a temblarle, pesados ya, pidiendo descansar. Y, de no haber sentido lo que sintió, se habría ido directo a dormir; pero lo sentido justamente lo incitaba a no dejarse vencer por el sueño. No había razones ni fundamentos. Ya tenía suficiente para dar por bien terminado el día; ¿qué podía haber aún aguardando por él que lo hacía sentir la necesidad de permanecer despierto?

Retomó el control remoto y empezó a cambiar canales, dejando el tiempo pasar, obedeciendo aquel impulso de no irse a dormir aún. Sin entenderlo, permaneció poco más de una hora, navegando por la parrilla de canales, viendo a sorbos programas de cocina y de moda, de fútbol y animales salvajes, telenovelas nacionales y series extranjeras. Hasta que se dio cuenta de que se estaba quedando dormido en el sillón. Se levantó pesadamente, apagó la pantalla y, hecha la escala en el baño, se puso ropa de dormir, apagó la luz y buscó su postura habitual en el colchón, bajo las mantas.

Cerró los ojos. No tardó en quedarse dormido; empezó a soñar: iba por un parque, paseando con un perro, al que llevaba atado al cuello con collar y correa. De repente, el perro empezó a caminar cada vez más rápido, haciéndolo primero trotar y luego correr, ya que la fuerza con la que el perro lo halaba creció velozmente. Hasta que él no pudo más y, en el sueño, soltó al perro, lo dejó ir;  entonces, como si su mirada se hubiese ido con el animal, vio el mundo por los ojos de aquel perro, sin dejar de correr con él. Y corrió un largo trecho, tras una presa que nunca supo cuál era; pero, de pronto, un apretón en el cuello detuvo la rauda carrera del can; y él, que aún soñaba, sintió en su propio cuello aquel apretón, que lo regresó, con miedo, de vuelta a la penumbra de su cuarto, bajo las mantas.

No recordó del sueño, tras despertar, más que aquel apretón final que detuvo la carrera en la que iba. Respiró varias veces, por nariz y boca, con los ojos bien abiertos. Pese al cansancio, sabía que había tenido una pesadilla, corta y desagradable. Al pensar en por qué habían vuelto los malos sueños, temiendo caer una vez más en ellos, recordó que no había comido nada durante las últimas horas. Sólo había tomado café con leche, en buena cantidad; y eso, ya a su edad, le solía producir ciertos malestares estomacales.

El cansancio y la pereza no le permitieron salir a la cocina en busca de algo de comer. Rodeado de tibieza, fue olvidando rápidamente lo de la pesadilla y su estómago; y cayó profundamente dormido una vez más.

Alcanzó a dormir casi cuarenta minutos. Despertó, por segunda vez, sobresaltado por algo vivido en lo que estaba soñando. Con una imagen se despertó, grabada en los párpados: se vio a sí mismo apretando su cuello, ante un espejo, con fuerza tal que, de no haber sido porque era un sueño, se habría logrado asfixiar. Y despertó y buscó sus manos, bajo las mantas; y las encontró tranquilas y mansas, ignorantes de lo soñado.

Sintió miedo: la imagen vista era de un realismo brutal. Nunca se había visto así, matándose con tanta saña, con tanto rencor, con sus propias manos. No era fácil, así, entredormido, aceptar la cantidad de ira que en sus ojos refulgía, toda en su contra. Cuánto odio, cuánto desprecio hacia sí mismo, parecía haberle dicho ese mal sueño.
Tras el miedo, regresó el recuerdo de la intuición sentida; y la entendió un poco mejor: no se trataba de permanecer despierto, sino que se trataba de evitar al máximo caer rendido ante los malos sueños que parecían estar aún esperando por él.

Decidió levantarse, prender la luz, ir a la cocina, buscar algo de comer y algo diferente en lo que pensar, que le quitara de encima esa imagen de sus manos apretándole el cuello. Sobre la nevera, encontró una manzana; la lavó rápidamente y, con ella en la mano, se dirigió a su estrecha sala, a su acostumbrado sillón. En una mano la manzana, en la otra el control remoto y, ante él, la pantalla ardiendo en imágenes. Sin mirarlas, sus ojos se fueron cerrando; sólo lo mantuvo despierto el mecánico masticar de la manzana.

Cayó dormido, nuevamente, sin alcanzar a apagar el televisor. Las voces que del aparato salían fueron acompañándolo en sueños. Una voz femenina hablaba acerca de un hombre encantador, no visto en la región desde tiempo atrás, a quien mucha gente esperaba verlo regresar. En sus sueños, vio que estaba en un bus; y aquella voz femenina le pertenecía a una mujer sentada a unas cuantas sillas, detrás de él; sin dejar de escuchar la historia que contaba esa mujer que él no veía, subido en el bus fue recorriendo un tramo de la ciudad por el que con frecuencia transitaba. Viajó largo rato en aquel bus, viendo siluetas y espejismos extrañamente familiares; de pronto, estando el bus detenido, subieron a él tres hombres con cara de malvados, amenazando de inmediato a todos los pasajeros, apuntándoles con sus armas, exigiéndoles que les entregaran todo aquello de valor que llevaran consigo. Lo curioso fue que aquellos hombres, tan armados y furibundos, no parecieron percatarse de su presencia, con lo que –tras salir del bus llevando el botín– ninguno de los asaltantes le quitó nada de lo que llevaba. En el bus, sin embargo, quedaron los demás pasajeros, todos tristes, asustados, llevando menos valor consigo. El ambiente se puso pesado, tal vez por tamaña pesadumbre. El caso es que, tras un par de cuadras, él decidió bajarse. Se puso de pie y, de camino a la salida, sus ojos vieron una anciana, probablemente la misma a quien había escuchado hablar antes acerca de aquel hombre que tanta gente esperaba con ansiedad; y la vio pequeña y encorvada, más frágil que una flor marchita. Casi salió corriendo del bus, por no querer seguir viéndola, ya que, sin saber por qué, la imagen de esa anciana allí lo había repugnado profundamente, con la repugnancia de quien ve un cadáver en descomposición.

Al bajarse del bus, notó que había empezado a llover; se puso a caminar, tranquilo, sin preocuparse por la lluvia ni por su fuerza cada vez mayor; no se detuvo porque, pese a los hilos de agua que caían con violencia desde el cielo en torno suyo, no se mojaba, seguía seco, como piedra al sol. Caminó tranquilo hasta llegar a la entrada de un edificio; entró y lo sorprendió ver aquel primer piso tan inundado; mas esto tampoco lo detuvo y siguió su camino, enfilando sus pasos bajo el agua –que le daba casi hasta las rodillas– hacia la puerta de un ascensor, unos cuantos metros delante de él. Por fortuna, a ese ascensor no parecía haber entrado la inundación; ni siquiera la humedad. Su interior estaba seco; y allí dentro estaba sólo él, subiendo al quinto piso, el mismo en el que están las oficinas de la aseguradora. Y la puerta se abrió y apareció allí mismo, como de costumbre, siendo de mañana. Entró, saludó a la gente; la secretaria, con un timbre de voz más agudo de lo normal, lo llamó, le pidió que se dirigiera al despacho del jefe. Una vez allí, se encontró a su jefe; pero él estaba de espaldas; y pudo escuchar que lo saludó, con tono de voz infantil, y le pidió que tomara asiento. Vino luego un largo silencio, roto finalmente por el jefe, al exclamar:

-         Así está todo mucho mejor, ¿no le parece?

Él asintió con torpeza, sin dejar de mirar la oficina en la que estaba; y notó que, más que en una oficina, estaba en la sala de una vieja casa abandonada. Al volver su rostro hacia donde estaba el jefe, no lo encontró; no estaba ni su escritorio ni su enorme sillón. En su lugar, había una pantalla encendida de televisor, escupiendo imágenes cuyo excesivo brillo le impidió verlas con claridad.

Despertó, viendo un panorama bastante parecido al visto al final del sueño. Despertó sin sobresaltos; lentamente, como quien aterriza en apacible paracaídas.

Retomó el control remoto; empezó nuevamente a cambiar canales. Se detuvo ante una imagen, referida a una noticia acerca de la muerte de un hombre, mientras dormía, al caer sobre su casa un árbol de viejas raíces podridas, destruyendo de paso una buena parte de la casa y del auto (parqueado junto a ella), sobre el que cayó el tronco tras atravesar –como un hachazo– la residencia del hombre al que la muerte encontró durmiendo.

Apagó el televisor; el frío lo levantó del sillón, lo mandó de vuelta a la cama. Se acomodó y cobijó, cayendo en pocos segundos en un profundo sueño inmóvil, del que no empezó a salir sino hasta que su despertador sonó, a eso de las siete y media de la mañana. Y él lo escuchó, salió de la cama, lo apagó autómata y se volvió a acomodar, sin llegar a estar del todo despierto. Sin embargo, desde ese momento hasta las casi nueve de la mañana –cuando finalmente se despertó– permaneció sumergido en una corriente de imágenes, entre las que se confundían recuerdos con imaginerías, en medio de un mundo onírico difuso y pálido. En aquel mundo se reencontró con algunos viejos compañeros de colegio; hablando con ellos, en sueños, recordó los tiempos escolares, cuando eran aún todos tan jóvenes, tan iguales e ingenuos, tan crueles y quejumbrosos. Sumergido en ese sueño, recuerdo vívido de tanto tiempo atrás, volvió a sentir aquellos miedos, esas inseguridades, esa floreciente e implacable ira que el tiempo había sabido convertir en amargura. Esos compañeros de colegio con quienes no tenía más que hablar que de cuando fueron compañeros tanto tiempo ha. Su vida había cambiado lo suficiente para ver esa época como un capítulo de una existencia ajena a la suya actual; o al menos eso sentía: él ya no era más ese torpe y cándido adolescente a quienes los demás, con tanta sorna, llamaban...

-         Monigote –se despertó diciendo, escuchando luego el rugir de su estómago hambriento.

Salió de su cama como halado por una soga atada a su cuello. Encorvado caminó hasta la cocina, descolgó la toalla que se secaba en un gancho; tomó también unos calzoncillos y una camiseta limpios, ya secos también.

Entró al baño, prendió la luz y, antes de abrir la llave de la ducha, le dio por mirar su reloj, despertando como de un golpe al ver la hora que era: en menos de media hora debía ya de estar en la oficina, bien vestido, para la charla inaugural. Y no se detuvo a maldecir la horrible noche pasada, sino que se lavó las manos y la cara, se humedeció el pelo y lo peinó, para luego, sobre ese mismo lavamanos, cepillarse los dientes. Se vistió de vuelta en su cuarto, poniéndose uno de los trajes menos trajinados; limpió incluso sus zapatos y se aplicó dos toques de colonia, para dar apariencia de frescura.

Decidió irse a la oficina en taxi. Y llegó tarde a la cita. Pero encontró dónde sentarse y escuchó buena parte de la charla inaugural, ofrecida por una mujer de unos treinta años, de juvenil aire intelectual que, sin ser especialmente bella, se sentía más guapa que cualquiera en oficinas a la redonda.

Debido a su tardanza, no tuvo más opción que la de sentarse en la única silla que quedaba aún sin ocupar, junto a los vendedores nuevos. Y se acomodó con suficiente torpeza para que no hubiera quien no notara su arribo a la sala. El jefe apenas lo miró, para luego regresar su atención a la mujer que hablaba.

Hablaba –la mujer– acerca de las necesidades humanas; más específicamente, de su creciente número en los últimos tiempos. Decía que el ser humano, con su desarrollo, había evolucionado hacia estados de vida más exigentes, más llenos de necesidades y, por lo mismo, más susceptibles a la escasez o al subconsumo. De esta manera, concluía:

-         La vida es, en la actualidad, más valiosa de lo que era para el hombre en el pasado, ya que el hombre, a lo largo de su desarrollo, ha acostumbrado su existencia a un mayor número de recursos valiosos con los que satisfacer una mayor cantidad de necesidades.

El vendedor, tan recién llegado, más que en las palabras, se fijó en la forma que tenía esa mujer de pronunciarlas. Con esa forma de hablar, cualquier palabra –pensó–, terminaba convenciéndolo a uno de lo que fuera; lástima que, por eso mismo, el valor de las palabras palideciera ante el encanto de la voz de aquella mujer que hablaba. Así, su atención pasó de sus palabras a sus labios, que se quedó mirando sin importarle poner en evidencia el interés que aquella desconocida le despertaba.

Poco antes de terminar la charla, la mujer volvió a presentarse. Dijo su nombre y recordó una vez más su cargo y el objetivo que éste tenía: colaborarle a la aseguradora en el mejoramiento de su producción y sus beneficios. Luego, con risible gesto solemne, el jefe tomó la palabra y le indicó al grupo que tendrían una pausa hasta las once, para continuar luego con la capacitación.

Todos se pusieron de pie. El vendedor se dirigió hacia su jefe, que era también dirigirse hacia ella. Saludó, ofreció disculpas por llegar tarde, atribuyó su tardanza a un trancón, para terminar preguntándole al jefe quién era ella. Ella, que escuchó, lo miró y respondió con otra pregunta:

-         ¿Él quién es?
-         El que les va a hablar de su experiencia como vendedor de seguros de vida –contestó el jefe.
-         ¿Sólo de vida? –inquirió ella.
-         Es mi especialidad –habló el vendedor–, pero no son los únicos que sé cómo vender.
-         Mucho gusto –dijo ella, estirando su manita, dándosela al vendedor, sin abrir los dedos. Como darle la mano a una paleta, pensó él al dársela.
-         Tenemos a las once la siguiente, ¿cierto? –dijo ella, dirigiéndose ahora al jefe, quien le contestó asintiendo y luego mirando al vendedor.
-         Sabe lo que tiene que decirles, ¿no es así? –dijo ella, mirando al vendedor.
-         Tengo que enseñarles lo que sé hacer.
-         Tiene que motivarlos para que vendan más –complementó ella, a lo que el jefe volvió a asentir.

El evidente desprecio de esa mujer, con tan pocas palabras, demostrado hacia el vendedor, le bastó a éste para recordar, de repente y sin aviso, una sensación que lo llevó de vuelta a cuando estaba en el colegio y una joven y agraciada compañera hizo algo que le rompió el corazón. No recordó qué fue lo que aquella jovencita hizo, pero recordó con dolorosa claridad esa sensación de corazón recién roto ante el desprecio de una mujer a quien habría podido llegar a querer profundamente. Qué mujer tan bella y tan detestable, hubiera querido gritar, pero se guardó el grito para sus adentros y se limitó a buscar la puerta con la mirada. Después, como quien llega a rescatar un preso, su estómago rugió, recordándole que tenía hasta las once para alimentarlo. Pidió permiso y se retiró de la sala, llevado con apremio por sus pasos a una pequeña cafetería que había frente al edificio en el que trabaja. Allí nadie lo habría de ir a molestar o a despreciar.

Llegó a la tienda como teletransportado, pidió de comer y de beber, dándose el desayuno aplazado por la tardanza. Queriendo no pensar en nada mientras masticaba, terminó pensando en lo que diría en su primera charla. Debía motivar a los vendedores; y eso era como animarlos a hacerle competencia; no sonaba bien. Aunque la otra opción podía ser fingir hacerlo, sin enseñarles más que lo debido, para que luego ellos no pudieran robarle sus clientes. Podía, también, simplemente hablarles de cualquier cosa; o compartir algunas anécdotas, reales o inventadas, y con ello llenar el tiempo de la charla.


No tardó en devorar la comida  y la bebida. Miró su reloj, supo que aún le quedaban cinco minutos de pausa, permaneció un rato más en la cafetería; y, de repente, se preguntó en qué momento había pasado que él se hubiera visto envuelto en una capacitación para los nuevos vendedores. Lo sorprendió el hecho de pensar que, en lugar de estar buscando clientes, se hallara pensando en lo que debía de decirle a una nueva generación de vendedores de la empresa. Y, sin querer, se dijo con amargura que él nunca había necesitado una capacitación para aprender a vender seguros; a él, sencillamente, le habían dicho que debía salir a la calle, a una zona asignada, a distribuir volantes publicitarios de puerta en puerta y, de paso, tratar de convencer a alguien de pagar por uno de los servicios ofrecidos por la compañía. Eso había sido todo; y unas cuantas semanas de recorrer calles y puertas, sintiéndose miserable, aprendiendo de poco en poco los trucos y secretos del oficio de vendedor domiciliario de seguros.