POCOS MINUTOS DESPUÉS DIERON LAS OCHO
El televisor,
ante él, empezó a escupir imágenes del noticiero de esa hora. Acomodado en su
sillón, se concentró en la pantalla, dejándose estar así, a disposición de los
destellos que se sucedían. Tras la sección deportiva y la de farándula, sus
párpados empezaron a temblarle, pesados ya, pidiendo descansar. Y, de no haber
sentido lo que sintió, se habría ido directo a dormir; pero lo sentido
justamente lo incitaba a no dejarse vencer por el sueño. No había razones ni
fundamentos. Ya tenía suficiente para dar por bien terminado el día; ¿qué podía
haber aún aguardando por él que lo hacía sentir la necesidad de permanecer
despierto?
Retomó el
control remoto y empezó a cambiar canales, dejando el tiempo pasar, obedeciendo
aquel impulso de no irse a dormir aún. Sin entenderlo, permaneció poco más de
una hora, navegando por la parrilla de canales, viendo a sorbos programas de
cocina y de moda, de fútbol y animales salvajes, telenovelas nacionales y
series extranjeras. Hasta que se dio cuenta de que se estaba quedando dormido
en el sillón. Se levantó pesadamente, apagó la pantalla y, hecha la escala en
el baño, se puso ropa de dormir, apagó la luz y buscó su postura habitual en el
colchón, bajo las mantas.
Cerró los ojos.
No tardó en quedarse dormido; empezó a soñar: iba por un parque, paseando con
un perro, al que llevaba atado al cuello con collar y correa. De repente, el
perro empezó a caminar cada vez más rápido, haciéndolo primero trotar y luego
correr, ya que la fuerza con la que el perro lo halaba creció velozmente. Hasta
que él no pudo más y, en el sueño, soltó al perro, lo dejó ir; entonces, como si su mirada se hubiese ido con
el animal, vio el mundo por los ojos de aquel perro, sin dejar de correr con
él. Y corrió un largo trecho, tras una presa que nunca supo cuál era; pero, de
pronto, un apretón en el cuello detuvo la rauda carrera del can; y él, que aún
soñaba, sintió en su propio cuello aquel apretón, que lo regresó, con miedo, de
vuelta a la penumbra de su cuarto, bajo las mantas.
No recordó del
sueño, tras despertar, más que aquel apretón final que detuvo la carrera en la
que iba. Respiró varias veces, por nariz y boca, con los ojos bien abiertos.
Pese al cansancio, sabía que había tenido una pesadilla, corta y desagradable. Al
pensar en por qué habían vuelto los malos sueños, temiendo caer una vez más en
ellos, recordó que no había comido nada durante las últimas horas. Sólo había
tomado café con leche, en buena cantidad; y eso, ya a su edad, le solía
producir ciertos malestares estomacales.
El cansancio y
la pereza no le permitieron salir a la cocina en busca de algo de comer. Rodeado
de tibieza, fue olvidando rápidamente lo de la pesadilla y su estómago; y cayó
profundamente dormido una vez más.
Alcanzó a dormir
casi cuarenta minutos. Despertó, por segunda vez, sobresaltado por algo vivido
en lo que estaba soñando. Con una imagen se despertó, grabada en los párpados:
se vio a sí mismo apretando su cuello, ante un espejo, con fuerza tal que, de
no haber sido porque era un sueño, se habría logrado asfixiar. Y despertó y
buscó sus manos, bajo las mantas; y las encontró tranquilas y mansas,
ignorantes de lo soñado.
Sintió miedo: la
imagen vista era de un realismo brutal. Nunca se había visto así, matándose con
tanta saña, con tanto rencor, con sus propias manos. No era fácil, así,
entredormido, aceptar la cantidad de ira que en sus ojos refulgía, toda en su
contra. Cuánto odio, cuánto desprecio hacia sí mismo, parecía haberle dicho ese
mal sueño.
Tras el miedo,
regresó el recuerdo de la intuición sentida; y la entendió un poco mejor: no se
trataba de permanecer despierto, sino que se trataba de evitar al máximo caer
rendido ante los malos sueños que parecían estar aún esperando por él.
Decidió
levantarse, prender la luz, ir a la cocina, buscar algo de comer y algo
diferente en lo que pensar, que le quitara de encima esa imagen de sus manos
apretándole el cuello. Sobre la nevera, encontró una manzana; la lavó
rápidamente y, con ella en la mano, se dirigió a su estrecha sala, a su
acostumbrado sillón. En una mano la manzana, en la otra el control remoto y,
ante él, la pantalla ardiendo en imágenes. Sin mirarlas, sus ojos se fueron
cerrando; sólo lo mantuvo despierto el mecánico masticar de la manzana.
Cayó dormido,
nuevamente, sin alcanzar a apagar el televisor. Las voces que del aparato
salían fueron acompañándolo en sueños. Una voz femenina hablaba acerca de un
hombre encantador, no visto en la región desde tiempo atrás, a quien mucha
gente esperaba verlo regresar. En sus sueños, vio que estaba en un bus; y
aquella voz femenina le pertenecía a una mujer sentada a unas cuantas sillas,
detrás de él; sin dejar de escuchar la historia que contaba esa mujer que él no
veía, subido en el bus fue recorriendo un tramo de la ciudad por el que con
frecuencia transitaba. Viajó largo rato en aquel bus, viendo siluetas y
espejismos extrañamente familiares; de pronto, estando el bus detenido,
subieron a él tres hombres con cara de malvados, amenazando de inmediato a
todos los pasajeros, apuntándoles con sus armas, exigiéndoles que les
entregaran todo aquello de valor que llevaran consigo. Lo curioso fue que
aquellos hombres, tan armados y furibundos, no parecieron percatarse de su
presencia, con lo que –tras salir del bus llevando el botín– ninguno de los
asaltantes le quitó nada de lo que llevaba. En el bus, sin embargo, quedaron
los demás pasajeros, todos tristes, asustados, llevando menos valor consigo. El
ambiente se puso pesado, tal vez por tamaña pesadumbre. El caso es que, tras un
par de cuadras, él decidió bajarse. Se puso de pie y, de camino a la salida,
sus ojos vieron una anciana, probablemente la misma a quien había escuchado
hablar antes acerca de aquel hombre que tanta gente esperaba con ansiedad; y la
vio pequeña y encorvada, más frágil que una flor marchita. Casi salió corriendo
del bus, por no querer seguir viéndola, ya que, sin saber por qué, la imagen de
esa anciana allí lo había repugnado profundamente, con la repugnancia de quien
ve un cadáver en descomposición.
Al bajarse del bus,
notó que había empezado a llover; se puso a caminar, tranquilo, sin preocuparse
por la lluvia ni por su fuerza cada vez mayor; no se detuvo porque, pese a los
hilos de agua que caían con violencia desde el cielo en torno suyo, no se
mojaba, seguía seco, como piedra al sol. Caminó tranquilo hasta llegar a la
entrada de un edificio; entró y lo sorprendió ver aquel primer piso tan
inundado; mas esto tampoco lo detuvo y siguió su camino, enfilando sus pasos
bajo el agua –que le daba casi hasta las rodillas– hacia la puerta de un
ascensor, unos cuantos metros delante de él. Por fortuna, a ese ascensor no
parecía haber entrado la inundación; ni siquiera la humedad. Su interior estaba
seco; y allí dentro estaba sólo él, subiendo al quinto piso, el mismo en el que
están las oficinas de la aseguradora. Y la puerta se abrió y apareció allí
mismo, como de costumbre, siendo de mañana. Entró, saludó a la gente; la
secretaria, con un timbre de voz más agudo de lo normal, lo llamó, le pidió que
se dirigiera al despacho del jefe. Una vez allí, se encontró a su jefe; pero él
estaba de espaldas; y pudo escuchar que lo saludó, con tono de voz infantil, y
le pidió que tomara asiento. Vino luego un largo silencio, roto finalmente por
el jefe, al exclamar:
-
Así está todo
mucho mejor, ¿no le parece?
Él asintió con
torpeza, sin dejar de mirar la oficina en la que estaba; y notó que, más que en
una oficina, estaba en la sala de una vieja casa abandonada. Al volver su
rostro hacia donde estaba el jefe, no lo encontró; no estaba ni su escritorio
ni su enorme sillón. En su lugar, había una pantalla encendida de televisor, escupiendo
imágenes cuyo excesivo brillo le impidió verlas con claridad.
Despertó, viendo
un panorama bastante parecido al visto al final del sueño. Despertó sin sobresaltos;
lentamente, como quien aterriza en apacible paracaídas.
Retomó el
control remoto; empezó nuevamente a cambiar canales. Se detuvo ante una imagen,
referida a una noticia acerca de la muerte de un hombre, mientras dormía, al
caer sobre su casa un árbol de viejas raíces podridas, destruyendo de paso una
buena parte de la casa y del auto (parqueado junto a ella), sobre el que cayó
el tronco tras atravesar –como un hachazo– la residencia del hombre al que la
muerte encontró durmiendo.
Apagó el televisor;
el frío lo levantó del sillón, lo mandó de vuelta a la cama. Se acomodó y
cobijó, cayendo en pocos segundos en un profundo sueño inmóvil, del que no
empezó a salir sino hasta que su despertador sonó, a eso de las siete y media
de la mañana. Y él lo escuchó, salió de la cama, lo apagó autómata y se volvió
a acomodar, sin llegar a estar del todo despierto. Sin embargo, desde ese
momento hasta las casi nueve de la mañana –cuando finalmente se despertó–
permaneció sumergido en una corriente de imágenes, entre las que se confundían
recuerdos con imaginerías, en medio de un mundo onírico difuso y pálido. En
aquel mundo se reencontró con algunos viejos compañeros de colegio; hablando
con ellos, en sueños, recordó los tiempos escolares, cuando eran aún todos tan
jóvenes, tan iguales e ingenuos, tan crueles y quejumbrosos. Sumergido en ese
sueño, recuerdo vívido de tanto tiempo atrás, volvió a sentir aquellos miedos,
esas inseguridades, esa floreciente e implacable ira que el tiempo había sabido
convertir en amargura. Esos compañeros de colegio con quienes no tenía más que
hablar que de cuando fueron compañeros tanto tiempo ha. Su vida había cambiado
lo suficiente para ver esa época como un capítulo de una existencia ajena a la
suya actual; o al menos eso sentía: él ya no era más ese torpe y cándido
adolescente a quienes los demás, con tanta sorna, llamaban...
-
Monigote –se
despertó diciendo, escuchando luego el rugir de su estómago hambriento.
Salió de su cama
como halado por una soga atada a su cuello. Encorvado caminó hasta la cocina,
descolgó la toalla que se secaba en un gancho; tomó también unos calzoncillos y
una camiseta limpios, ya secos también.
Entró al baño,
prendió la luz y, antes de abrir la llave de la ducha, le dio por mirar su
reloj, despertando como de un golpe al ver la hora que era: en menos de media
hora debía ya de estar en la oficina, bien vestido, para la charla inaugural. Y
no se detuvo a maldecir la horrible noche pasada, sino que se lavó las manos y
la cara, se humedeció el pelo y lo peinó, para luego, sobre ese mismo
lavamanos, cepillarse los dientes. Se vistió de vuelta en su cuarto, poniéndose
uno de los trajes menos trajinados; limpió incluso sus zapatos y se aplicó dos
toques de colonia, para dar apariencia de frescura.
Decidió irse a la
oficina en taxi. Y llegó tarde a la cita. Pero encontró dónde sentarse y
escuchó buena parte de la charla inaugural, ofrecida por una mujer de unos
treinta años, de juvenil aire intelectual que, sin ser especialmente bella, se
sentía más guapa que cualquiera en oficinas a la redonda.
Debido a su
tardanza, no tuvo más opción que la de sentarse en la única silla que quedaba
aún sin ocupar, junto a los vendedores nuevos. Y se acomodó con suficiente
torpeza para que no hubiera quien no notara su arribo a la sala. El jefe apenas
lo miró, para luego regresar su atención a la mujer que hablaba.
Hablaba –la
mujer– acerca de las necesidades humanas; más específicamente, de su creciente
número en los últimos tiempos. Decía que el ser humano, con su desarrollo,
había evolucionado hacia estados de vida más exigentes, más llenos de
necesidades y, por lo mismo, más susceptibles a la escasez o al subconsumo. De
esta manera, concluía:
-
La vida es, en
la actualidad, más valiosa de lo que era para el hombre en el pasado, ya que el
hombre, a lo largo de su desarrollo, ha acostumbrado su existencia a un mayor
número de recursos valiosos con los que satisfacer una mayor cantidad de
necesidades.
El vendedor, tan
recién llegado, más que en las palabras, se fijó en la forma que tenía esa
mujer de pronunciarlas. Con esa forma de hablar, cualquier palabra –pensó–,
terminaba convenciéndolo a uno de lo que fuera; lástima que, por eso mismo, el
valor de las palabras palideciera ante el encanto de la voz de aquella mujer
que hablaba. Así, su atención pasó de sus palabras a sus labios, que se quedó
mirando sin importarle poner en evidencia el interés que aquella desconocida le
despertaba.
Poco antes de
terminar la charla, la mujer volvió a presentarse. Dijo su nombre y recordó una
vez más su cargo y el objetivo que éste tenía: colaborarle a la aseguradora en
el mejoramiento de su producción y sus beneficios. Luego, con risible gesto
solemne, el jefe tomó la palabra y le indicó al grupo que tendrían una pausa
hasta las once, para continuar luego con la capacitación.
Todos se
pusieron de pie. El vendedor se dirigió hacia su jefe, que era también
dirigirse hacia ella. Saludó, ofreció disculpas por llegar tarde, atribuyó su
tardanza a un trancón, para terminar preguntándole al jefe quién era ella.
Ella, que escuchó, lo miró y respondió con otra pregunta:
-
¿Él quién es?
- El que les va a hablar de su experiencia como vendedor de seguros de vida –contestó el jefe.
- ¿Sólo de vida? –inquirió ella.
- Es mi especialidad –habló el vendedor–, pero no son los únicos que sé cómo vender.
- Mucho gusto –dijo ella, estirando su manita, dándosela al vendedor, sin abrir los dedos. Como darle la mano a una paleta, pensó él al dársela.
- Tenemos a las once la siguiente, ¿cierto? –dijo ella, dirigiéndose ahora al jefe, quien le contestó asintiendo y luego mirando al vendedor.
- Sabe lo que tiene que decirles, ¿no es así? –dijo ella, mirando al vendedor.
- Tengo que enseñarles lo que sé hacer.
- Tiene que motivarlos para que vendan más –complementó ella, a lo que el jefe volvió a asentir.
- El que les va a hablar de su experiencia como vendedor de seguros de vida –contestó el jefe.
- ¿Sólo de vida? –inquirió ella.
- Es mi especialidad –habló el vendedor–, pero no son los únicos que sé cómo vender.
- Mucho gusto –dijo ella, estirando su manita, dándosela al vendedor, sin abrir los dedos. Como darle la mano a una paleta, pensó él al dársela.
- Tenemos a las once la siguiente, ¿cierto? –dijo ella, dirigiéndose ahora al jefe, quien le contestó asintiendo y luego mirando al vendedor.
- Sabe lo que tiene que decirles, ¿no es así? –dijo ella, mirando al vendedor.
- Tengo que enseñarles lo que sé hacer.
- Tiene que motivarlos para que vendan más –complementó ella, a lo que el jefe volvió a asentir.
El evidente
desprecio de esa mujer, con tan pocas palabras, demostrado hacia el vendedor,
le bastó a éste para recordar, de repente y sin aviso, una sensación que lo
llevó de vuelta a cuando estaba en el colegio y una joven y agraciada compañera
hizo algo que le rompió el corazón. No recordó qué fue lo que aquella jovencita
hizo, pero recordó con dolorosa claridad esa sensación de corazón recién roto
ante el desprecio de una mujer a quien habría podido llegar a querer
profundamente. Qué mujer tan bella y tan detestable, hubiera querido gritar,
pero se guardó el grito para sus adentros y se limitó a buscar la puerta con la
mirada. Después, como quien llega a rescatar un preso, su estómago rugió,
recordándole que tenía hasta las once para alimentarlo. Pidió permiso y se
retiró de la sala, llevado con apremio por sus pasos a una pequeña cafetería
que había frente al edificio en el que trabaja. Allí nadie lo habría de ir a
molestar o a despreciar.
Llegó a la
tienda como teletransportado, pidió de comer y de beber, dándose el desayuno
aplazado por la tardanza. Queriendo no pensar en nada mientras masticaba,
terminó pensando en lo que diría en su primera charla. Debía motivar a los
vendedores; y eso era como animarlos a hacerle competencia; no sonaba bien.
Aunque la otra opción podía ser fingir hacerlo, sin enseñarles más que lo
debido, para que luego ellos no pudieran robarle sus clientes. Podía, también,
simplemente hablarles de cualquier cosa; o compartir algunas anécdotas, reales
o inventadas, y con ello llenar el tiempo de la charla.
No tardó en
devorar la comida y la bebida. Miró su
reloj, supo que aún le quedaban cinco minutos de pausa, permaneció un rato más
en la cafetería; y, de repente, se preguntó en qué momento había pasado que él
se hubiera visto envuelto en una capacitación para los nuevos vendedores. Lo
sorprendió el hecho de pensar que, en lugar de estar buscando clientes, se
hallara pensando en lo que debía de decirle a una nueva generación de
vendedores de la empresa. Y, sin querer, se dijo con amargura que él nunca
había necesitado una capacitación para aprender a vender seguros; a él,
sencillamente, le habían dicho que debía salir a la calle, a una zona asignada,
a distribuir volantes publicitarios de puerta en puerta y, de paso, tratar de
convencer a alguien de pagar por uno de los servicios ofrecidos por la compañía.
Eso había sido todo; y unas cuantas semanas de recorrer calles y puertas,
sintiéndose miserable, aprendiendo de poco en poco los trucos y secretos del
oficio de vendedor domiciliario de seguros.
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