le recordó su
reloj. Se levantó, pagó lo consumido y regresó mansamente al edificio, a su
quinto piso, a dar la charla sobre un tema que no tenía del todo claro ni
definido.
Fue uno de los
primeros en entrar a la sala de juntas; se acomodó en la silla antes ocupada
por la mujer. En silencio y quietud esperó a que los asistentes se completaran,
que se cerrara la puerta y él tuviera que empezar a hablar. La mujer no
apareció. Fue el jefe quien tomó primero la palabra. Dijo que después de la
gran charla inaugural sobre la importancia de los seguros en la sociedad
actual, tenía el gusto (¡el gusto!) de presentar a uno de los vendedores más
exitosos de la aseguradora, especialista en seguros de vida. Antes de cederle
la palabra, el jefe concluyó:
-
Él está aquí
para hablarles de su vida como vendedor de seguros. Estoy seguro de que les
aclarará muchas dudas y les dará indicaciones pertinentes para un mejor
desempeño laboral.
Breve silencio.
Tan solo hay que comenzar, pensó el vendedor para sus adentros.
-
Buenos días.
Cuando yo empecé con esto de la venta de seguros, no tuve la suerte de tener
una capacitación como ésta. Yo tuve que aprender a la antigua: en la calle,
ablandando clientes a mano. No fue divertido, pero no me arrepiento, porque
reconozco que me ha sido de gran utilidad. Además, ahora que lo pienso, si al
comienzo no me hubiera parecido tan difícil de hacer, probablemente me habría
aburrido y habría tenido que buscar otro trabajo en el que poder demostrar mis
capacidades. En otras palabras, mi trabajo me gusta porque lo he aprendido a
hacer; y si uno hace bien las cosas, tarde o temprano, recibe su recompensa.
Respiró, miró de
reojo al jefe y continuó:
-
Al comenzar, lo
más difícil fue convencerme a mí de que era capaz de vender seguros; y
venderlos bien, por supuesto, no uno cada mes o cada año. Sobre todo, tener
paciencia con los clientes; aprender a apretarlos, advirtiéndoles, por ejemplo,
en el caso de los seguros de vida, que la muerte suele ser menos paciente que
uno, el vendedor. También funciona saberse muy bien todos y cada uno de los
servicios que ofrece la compañía ya que, a la hora de asesorar a un cliente,
uno tiene muchas más herramientas para convencerlo, teniendo tanto que
ofrecerle. Me pasó una vez, incluso, que un cliente me preguntó por un seguro
especial de vida para mascotas; yo, sabiendo que nada de eso existía, pero
conociendo opciones, le sugerí que adquiriera, en lugar de un seguro de vida, un
seguro exequial, que incluyera misa, entierro y fosa con lápida, y pusiera como
beneficiario a la mascota, ya que eso sí es posible, porque quien adquiere
dicho seguro es quien decide también quién o qué disfrutará la póliza. En otras
palabras, sí es posible esa adquisición, ya que quien la paga no es la mascota,
sino su dueño...
Tuvo que
detenerse al escuchar la risita de su jefe, quien lo miró y dijo:
-
Sí, sí, sí;
recuerdo aquel caso de seguro exequial para una mascota. El cliente quedó
feliz....
-
Pero aquí no
termina la historia –retomó el vendedor–; en ese tiempo, en mi cartera de
ventas, yo no tenía ningún seguro exequial para ofrecer. Pero sabía de un
compañero que tenía y sabía venderlos bien; así que lo contacté con el cliente
y formalizaron la compra del seguro. Y todo muy bien...
-
Fue como dos
meses después –prosiguió tras un breve silencio– que este vendedor al que le
ayudé, me llamó y me contactó con un señor que quería comprar seguro de vida
para toda su familia. Y eran como doce o catorce...
-
Quince, contando
al señor –lo interrumpió su jefe para recordárselo.
-
¡Exactamente!
¡Quince! ¿Ustedes saben lo que es vender quince seguros de vida en menos de una
tarde? Para completar, le caí tan bien al señor que, en más de una ocasión, me
invitó a cenar con su familia e incluso a practicar su religión...
-
¿Eran
musulmanes? –preguntó el jefe.
-
No, creo que
eran como judíos o algo así. El punto es que, para ser tan ricos, fueron muy
amables conmigo.
El vendedor hizo
una pausa. Tomó la botella de agua que tenía frente a sí, la destapó
parsimoniosamente, bebió con calma un sorbo corto, luego otro más largo y, sin
volverla a tapar, la dejó donde estaba. Algo era claro para él en ese momento:
no sabía muy bien cómo, pero con sus palabras estaba logrando ganarse al
público, con su jefe incluido.
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