TAL VEZ FUI
RAPTADO POR EXTRATERRESTRES
pensó de
repente; y quiso reírse, pero no lo hizo, ya que no era la primera vez que lo
consideraba, habiéndose ya revisado el cuerpo en busca de marcas o cicatrices
nuevas, mientras se cambió de ropa. Quiso, también, no pensar en ese extraño
episodio acaecido entre las últimas horas de la mañana y las primeras de la
tarde. Estaba claro que algo extraño había ocurrido; pero más allá de eso, él
estaba bien, sano y completo, con algo de frío, en su casa, viendo televisión
con una taza de café caliente entre sus manos. Las cosas pasadas se aclararían,
en algún momento; mientras tanto –pensó para sí- era mejor concentrarse en lo
que habría de contestarle a la propuesta de su jefe. Así que tras suspirar con
cierto aire solemne, dio por terminado el tema del enlagunamiento sufrido y se
esforzó por concentrar su atención en lo que su jefe le había propuesto horas
atrás.
Comenzó
preguntándose nuevamente por qué el jefe le había hecho justamente a él aquella
propuesta. Tal vez porque no había nadie más dispuesto a aceptarla. Quizás
porque era una labor tan sencilla –como dispendiosa y aburridora- que el jefe
había preferido cedérsela a él, aprovechando cierta confianza que le tenía.
No atinaba a
descubrirlo; sin embargo, era evidente que la propuesta ya se la habían hecho y
él debía responder con un sí o un no; no recordaba cuándo debía dar respuesta,
aunque tarde o temprano ese momento llegaría.
Repasó la
propuesta: su jefe le había dicho, primero, que estaba preocupado por el bajo
número de seguros vendidos durante el último trimestre; y atribuyó de inmediato
dicho bajón a la poca capacidad y habilidad de los nuevos vendedores,
contratados justamente tres meses atrás, reemplazando a otros vendedores que
habían salido de la empresa. Luego, su jefe dijo que, tras mucho pensarlo,
había decidido usar algunos días para darles a los empleados nuevos una
capacitación que dinamizara su potencial de vendedores.
-
A fin de cuentas
–recuerda que su jefe dijo-, nadie nace aprendido...
Por supuesto, si
el panorama de la empresa no mejoraba notoriamente durante los tres meses
siguientes a la capacitación, todo aquel vendedor que no alcanzara un nivel
mínimo de ventas, dejaría de trabajar en la aseguradora.
¿Qué podía él,
presunto experto vendedor de seguros, enseñarle a un puñado de incompetentes
vendedores principiantes, a quienes se les notaba a la legua cuán poco les
interesaba el negocio de los seguros, y sólo estaban en la compañía trabajando
hasta tanto encontraran un trabajo medianamente mejor? Era perder el tiempo,
casi con cinismo. No entendía por qué su jefe, en lugar de ponerse a organizar
charlas y capacitaciones, no se había conseguido unos cuantos videos sobre
venta de seguros y uno que otro de autosuperación; o, simplemente, por qué no
los había amenazado con bajarles el salario si no mejoraban su rendimiento.
Algo no encajaba
en todo ese panorama; ése no era el jefe que él conocía desde varios años
atrás. Tal vez era que se estaba volviendo viejo; pero eso tampoco encajaba, ya
que se notaba que el jefe es de los vinos que se amargan con el tiempo. Podía
ser, entonces, que el jefe –a escondidas– se había unido a una de esas sectas
cristianas que transforman a la gente, les indican el buen camino y les
trabajan la culpa, a cambio de unas cuantas cuotas al año. Pero si fuera así,
al menos su secretaria se habría enterado y el chisme ya habría sido regado por
los pasillos.
Otra
posibilidad, dentro de tantas otras –pensó–, podía ser que el jefe hubiera
empezado a perder la cordura. Eso era, por una parte, cada vez más probable; y
por otra, conociendo los excesos de trabajo y de placer que el jefe se sabía
dar, no era descabellado creer que eso había mellado seriamente no sólo su
cuerpo, sino también su forma de razonar.
-
¿Será
contagioso? –se preguntó en voz alta, verdaderamente preocupado.
Lo bueno de
aceptar la propuesta –pensó luego– era que la carga laboral disminuiría. Podría
llegar más temprano a su casa; e incluso, gastar menos dinero en transporte.
Eso no estaba mal; además, no era mucho lo que tenía por perder: partiendo de
la presunción de que esa capacitación no marcaría ninguna diferencia y en tres
meses no tendría que volver a ver a ese puñado de incompetentes en la empresa.
Eso tampoco estaba mal porque, de alguna manera, entre menos vendedores cerca,
menor la competencia.
Lo malo, por
otra parte, radicaba en tener que dar esas condenadas charlas, a sabiendas de
que era tiempo perdido en vano; como el tiempo que gasta aquel que se empecina
en hacer hablar a un perro. Pero, en el fondo –pensó–, ¿cuánto tiempo en vano
no perdía a diario, recorriendo calles cual cazador tras presas invisibles?
Nada más con el ejemplo de horas atrás bastaba: no sólo había perdido ese
tiempo, sino que además ni recuerdo había quedado de él.
Pensaba en esto
cuando escuchó timbrar su celular. De un brinco se dirigió a atenderlo, escuchando
a continuación la voz del jefe que, tras saludar, le dijo:
-
Me quedé
esperando su llamada.
-
Es que me quedé
sin minutos –contestó él, con convicción.
-
Bueno, pero, ¿ya
tiene una respuesta? Porque usted sabe: arrancamos mañana.
-
¿A qué horas?
Tras un instante
de silencio, el jefe respondió:
-
A las nueve y
media; comenzamos con una charla introductoria...
-
¿Y me tocaría
darla a mí? –lo interrumpió.
-
No. La primera
suya sería por ahí a las once, en la sala de juntas. Pero entonces, ¿qué dice?
Mañana arrancamos.
-
Bueno –musitó
él.
-
Nos vemos a las
nueve y media en la sala de juntas. Llegue puntual y bien vestido.
-
Como siempre.
-
Sí, sí, sí
–habló el jefe–; mañana a las nueve y media, no se le olvide. Hablamos
entonces... –y luego colgó.
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