sábado, 29 de marzo de 2014

Primera parte, duodécimo capítulo: PERMANECIÓ ANTE LA PANTALLA

hasta un rato después de terminar su generosa taza de café con leche. Fueron las ganas de orinar las que consiguieron separarlo de la comodidad de su sillón; y satisfecha la necesidad, sin apagar el televisor, se sentó juntó a la pequeña mesa de comedor, decidido a organizar un poco las ideas para la charla del día siguiente.

Lo primero –se dijo– era tener claro un posible título para la charla. Sin necesidad de pensarlo demasiado, llegó a uno que lo satisfizo inicialmente: “Las dificultades de la venta domiciliaria de seguros”. Agarró una hoja y un lápiz, escribiendo con él en ella el resultado alcanzado. Acto seguido, lo subrayó y escribió bajo ese título, otro más pequeño: “Contenido”.

No son pocas –pensó– las dificultades que presenta la venta domiciliaria; sin embargo, alentado por el tema, empezó a enumerarlas lentamente por escrito:

-         Miedo al ridículo
-         Vergüenza – timidez
-         Falta de experiencia
-         Miedo al fracaso
-         Exceso o carencia de información
-         Desánimo por falta de éxito
-         Falta de autoconfianza
-         Problemas de expresión
-         Organización de la información
-         Presentación personal
-         Inseguridad urbana

Más abajo, en la misma hoja, puso otro subtítulo, con sus respectivos puntos:
Ventajas:

-         Días siempre distintos
-         Horarios más flexibles
-         Posibilidad de conocer gente agradable

-         Remuneración según esfuerzo realizado

sábado, 22 de marzo de 2014

Primera parte, undécimo capítulo: CAMBIANDO CANALES

como quien pasa las páginas de una revista muchas veces vista, quiso no tener nada en que pensar, en especial nada sobre aquella segunda charla que debía dar. Ya había escrito algunas frases sobre una hoja; tal vez con eso debía bastar para que no se le olvidase lo que había elegido como tema. Su jefe ya lo respetaba y ni qué decir del puñado de vendedores novatos. Sólo faltaba ella, la sobrina, por respetarlo. Pero ella –se le notaba a leguas– sólo respetaba a quienes demostraran una generosa capacidad adquisitiva. Y entre ese grupo, él jamás había estado. Siempre el dinero había sido su punto más frágil: en el colegio, cuando sus compañeros lucían orgullosos las bondades económicas de sus padres; o después, cuando la plata no le alcanzaba para terminar la borrachera y debía contentarse con quedarse a medio camino entre la sobriedad y la ebriedad. El dinero, siempre el dinero, por un poco de respeto.

Eso se veía en cada nuevo canal: la sonrisa parecía estar vedada para los sin-plata. Y en el fondo, la única razón que tenía para dar bien esas charlas era la esperanza de acercarse a un condenado aumento salarial o, al menos, una bonificación económica con la que poderse dar algún lujo. Más razones no tenía: nunca le ha interesado hacerle propaganda al ingrato oficio de vendedor domiciliario, ni le interesaría que aquellos novatos aprendan a hacerlo bien...

Sólo le llamaba la atención tener dinero suficiente como para no tener que pensar más en cómo conseguirlo. Si fuera así, podría sentarse más cómodamente en su sillón y olvidarse sin inconvenientes de la vida más allá de las paredes de su apartamento; y dejarse encandilar por la tibieza de las imágenes que sobre la pantalla se suceden, invitando a quien se acerque a abandonarse a otra realidad.

¿Debía realmente hacer algo más por la charla del día siguiente? ¿Debía realmente mantener la esperanza de ganar algo especial por ese esfuerzo extra? No, no debía; pero como llevado por un caballo más fuerte que cualquier jinete, su pensamiento no dejaba de girar en torno a imágenes y sonidos de la aseguradora, que no le permitían sentirse del todo en su propia sala.

Bajó todo el volumen del televisor, cerró los ojos y suspiró buscando la calma. Como cortinas de colores cambiantes, miles de imágenes y sonidos encerraban su pensamiento; y él quería ver otras cosas, escuchar otros sonidos; y, de repente, buscando algo diferente en lo que pensar, una imagen fugaz cruzó su mente, dejando a su paso un escalofrío pasajero y muy intenso, que le recordó de inmediato la noche anterior y sus pesadillas.

Abrió los ojos con brusquedad. Algo dentro de él no estaba marchando bien. Podía tener que ver con las últimas novedades (eso de dar charlas, enseñar su oficio, interactuar con gente nueva, no estar vendiendo seguros, tener un horario más corto, ir a almorzar con el jefe, conocer su sobrina, ...); podía estar relacionado con algún malestar estomacal o podía ser un síntoma más de su lento envejecer. Podían ser muchas cosas, más de una a la vez.

Lo que estaba claro era la sensación de no querer dormir aún, muy similar a la sentida la noche anterior antes de las pesadillas. Y no quería tener más pesadillas; eso también estaba claro. Sin embargo, quería descansar, desconectarse del mundo, dejarse dormir, para estar mejor preparado para el día siguiente...


Subió el volumen del televisor una vez más. Cambió algunos canales y se detuvo en una transmisión en directo de fútbol. Ninguno de los dos equipos en disputa despertó algún tipo de empatía en el vendedor. Trató de seguir el juego, interesarse por el apellido de los jugadores, hacerle fuerza a algún bando. No lo consiguió; pero, en su lugar, logró recordar un episodio vivido años atrás, durante un campeonato mundial de fútbol, cuando vendió un seguro de vida a una mujer; un seguro a nombre de su esposo, teniendo como primera y única beneficiaria a esa mujer, la misma que aprovechó lo concentrado que estaba su marido viendo el fútbol para hacerle firmar los documentos que formalizaron la adquisición del jugoso seguro.

domingo, 16 de marzo de 2014

Primera parte, décimo capítulo: Eran casi las cuatro de la tarde

cuando súbitamente despertó. Tardó un par de segundos en reconocer el lugar en el que estaba, para después bostezar y desperezarse sin hacer ruido. Miró su reloj, notando que había dormido más de lo que tenía planeado. Decidió irse de vuelta a su casa, donde podría descansar más cómodamente.
Pasó primero por el baño, antes de encaminar sus pasos hacia el ascensor. Salió de prisa, logrando evitar a su jefe; y una vez afuera, caminó hasta una avenida cercana y tomó el bus de costumbre rumbo a casa.
La tarde estaba gris, amenazante de lluvia. Pero no llovió, por lo menos mientras el vendedor recorrió el camino hasta su casa, pensando –entre otras cosas– en la sobrina de su jefe que, de no ser por lo antipática, sería una mujer realmente encantadora. Probablemente la vería al día siguiente, pensó; era seguro, de todas formas, que la volvería a ver, al menos en la oficina; y tal vez, con el paso de los días, su antipatía podría dar paso a una actitud más amigable, menos prepotente; quizás, podría bastar con demostrarle que él no era el don nadie que ella creía ver en él.
Llegó a la casa con la firme intención de preparar la charla que debía dar al día siguiente. La de ese día había salido mucho mejor de lo esperado; pero había tenido suerte, pura suerte de principiante. Además, tenía el ligero presentimiento de que la sobrina del jefe estaría presente en su charla. Sin embargo, una vez en casa, una fatiga profunda se hizo sentir en su interior, recordándole la siesta truncada en la oficina del archivo. Decidió prepararse un buen café con leche, ver un rato de televisión e ir pensando en el tema sobre el que versaría su siguiente charla.
No se fijó mucho en la pantalla ni definió el tema que trataría; mientras tomó su café, recordó con orgullo y satisfacción algunos de los momentos estelares de su primera charla, esa misma mañana. ¡Había conseguido imponerse frente al público ganándose algo parecido a la admiración por parte de su jefe! El vendedor de seguros de vida llevaba ya muchos años sin sentir el orgulloso placer del deber bien cumplido. Desde el ascenso que le dieron cuando echaron a Patiño, no sentía una alegría similar, aunque en esta ocasión no había sido necesaria la desgracia ajena para enaltecer sus méritos propios. Había hablado sobre lo que sabía hacer; y hablando, simplemente hablando, había demostrado su experiencia en el campo de las ventas y la persuasión.

viernes, 7 de marzo de 2014

Primera parte, noveno capítulo: SOÑÓ CON PATIÑO

durante la casi hora y media que durmió encerrado en la oficina del archivo. Pero el Patiño con el que soñó no era más ese personaje de naturaleza viscosa y risita de chacal; por el contrario, aquel Luis Alfonso Patiño (¡recordó su nombre!) era un hombre gentil, de buenas maneras, servicial y amable, que se dirigía al vendedor de seguros de vida llamándolo doctor, mirándolo con ojos de profunda mansedumbre, como de bestia largamente domesticada.

En el sueño, el vendedor y Patiño caminaban por calles interminables; uno al lado del otro, Patiño hablando todo el tiempo, buscando sin cesar la atención del vendedor, que caminaba mirando al frente, con aire digno, de persona importante, llevando como lastre a un Patiño escudero, empequeñecido y encantador. En ese mismo sueño, el vendedor llevaba su acostumbrado maletín y su corbata era muy larga, como una lengua pálida, que le llegaba casi hasta las rodillas.

La voz de Patiño era de una dulzura inexistente en la realidad. Su presencia, mansa y servicial, despertaba incluso un poco de ternura. Pero esto no detuvo el paso apretado del vendedor que debía llegar pronto a un lugar determinado. Este lugar era la puerta de un edificio; pero no era el edificio de la aseguradora, sino uno rechoncho, de reducidos apartamentos, visiblemente envejecido. En ese punto, ambos hombres se detuvieron y Patiño, con cortesía excesiva, ofreció disculpas por no poder seguir acompañando por más tiempo al doctor. Arguyó que debía irse, que tenía que atender otros asuntos –más urgentes que importantes–; confesó, con tonito pueril, que a ese edificio no se atrevía a entrar, porque el doctor debía entrar solo, porque él ya había perdido el derecho a entrar. Finalmente, se despidió; y se alejó, empequeñeciendo a cada pequeño paso, hasta desaparecer.


El interior del edificio estaba sumergido en una profunda oscuridad. Adentro hacía frío, como si fuera una caverna. Sin embargo, el vendedor empezó a caminar, con paciencia, sin tener idea de lo que podría estar rodeándolo; con prudencia, para evitar tropezar. Contrario a lo que se podría esperar, el piso de aquel interior iba en descenso, como túnel de mina;  y el sonido que alcanzaba a llegar de la calle, lentamente era absorbido por el silencio que parecía brotar del fondo de aquel espacio oscuro. 

sábado, 1 de marzo de 2014

Primera parte, octavo capítulo: AL REGRESAR A LA OFICINA

su jefe le preguntó si deseaba quedarse a la charla que dictaría el hombre de tesorería. El vendedor, con gran delicadeza, respondió que no, ya que debía revisar los expedientes de algunos clientes y preparar la siguiente charla. El jefe no insistió; simplemente le pidió que estuviera de vuelta al otro día en la oficina antes de que dieran las ocho y media de la mañana.

Se despidieron; el jefe entró a la sala de juntas y el vendedor a la sala en donde se archivaban los expedientes de todos los clientes de la aseguradora. Una vez adentro, a puerta cerrada, sabiendo que nadie habría de interrumpirlo allí, se acomodó en la única silla que encontró y, sin pensar más que en dormitar un rato, se dejó vencer mansamente por el sueño. No era la primera vez que dormía allí una siesta; y además, pese a no haberlo dicho explícitamente, su jefe le había dado la tarde libre.

Soñó. Y sus sueños comenzaron con el rostro y la voz de un antiguo compañero de trabajo que, algunos meses atrás, por un problema que tuvo con el jefe, la aseguradora y un cliente, se vio obligado a dejar la empresa y a buscar otro trabajo en otro lugar con otra gente. Nunca tuvo una buena relación con ese colega suyo; la competencia siempre impuso entre ambos un abismo infranqueable; y cuando se enteró de lo que pasaba con él, el vendedor de seguros no movió un dedo para solidarizarse con la causa de su compañero caído en desgracia. Tampoco sembró cizaña. Sencillamente, se limitó a hacerse el que no sabía nada al respecto, administrando su presunta ignorancia ante los demás. Su compañero, al parecer, no cometió –a la hora de ejecutar su robo– más error que el de tener una pésima suerte; y también tuvo que asumir las consecuencias de no tener en la compañía quien estuviera dispuesto a hablar bien de él, en caso de tener problemas graves.

Lo cierto era que a Patiño –como se apellidaba aquel compañero suyo– había logrado derrotarlo. Tras su salida de la aseguradora, no había vendedor en la empresa capaz de competirle; y esto quedó demostrado con el humilde aumento salarial que su jefe, por iniciativa propia, accedió a darle, más por desquite contra el traidor que por simpatía hacia el vendedor vencedor.

Patiño quiso hacerse rico, alterando algunos documentos en la empresa, inventándose un seguro de vida adquirido por un presunto enfermo terminal. La idea era sencilla: cobrar la póliza de un hombre recién muerto, fabricando documentos que demostraran ante la aseguradora la existencia, desde muchos años atrás, de un seguro de vida en el cual Patiño aparecía como primer y único beneficiario. Pero el plan falló por un detalle muy simple: celebró antes de la victoria.

Patiño, al ponerse en evidencia, lo negó todo. Tuvo, de alguna manera, la suerte de no alcanzar a cobrar la póliza.

-         No se le olvide –le dijo el jefe a Patiño, frente a otros vendedores– que en esta aseguradora sólo trabaja gente honesta, nada de ladrones.

Horas después, Patiño había conseguido llegar a un arreglo con el jefe, tras una acalorada discusión que trascendió las paredes del despacho del jefe. Y fue acalorada porque el jefe se negó a pagarle liquidación, a cambio de no entablar en su contra una demanda ante un juzgado, por tentativa de fraude o algo similar. El argumento del jefe era rotundo: la aseguradora podría pagarle la liquidación que merecía, pero Patiño tendría que gastar ese dinero –y quizás más– pagando abogados con los que defenderse de la causa jurídica que tendría prácticamente perdida desde el comienzo.

Patiño tuvo que aceptar; y por la empresa no se volvió a saber de él. Aunque aquí no acabó la cuestión: el jefe, aún enardecido por la decepción sufrida, le dio un ultimátum a todos sus vendedores: debían superar una cuota mínima de seguros vendidos durante el trimestre siguiente; todo aquel que no la alcanzara, saldría inmediata e inevitablemente de la aseguradora.

-         No me importa si me quedo sin vendedores –se dijo que llegó a decir el jefe, demostrando su determinación.

Al cabo de esos tres meses, no fueron muchos los vendedores que no alcanzaron a vender ni lo mínimo; pero sí fueron suficientes para que su ausencia se notara en la aseguradora, una vez el jefe cumplió su palabra de sacarlos de la empresa.

La disminución de vendedores domiciliarios obligó al jefe a hacer dos cosas: (1) Buscar nuevos vendedores, en lo posible jóvenes y sin demasiada experiencia; (2) Obligar a algunos empleados de oficina a retomar el camino de las calles y cubrir con su trabajo la ausencia de los vendedores echados. Esto último hizo que el vendedor de seguros de vida, que por aquel entonces se desempeñaba como asesor comercial fijo en oficina, tuviera que abandonar su cubículo asignado en el quinto piso del edificio de la aseguradora, y salir a buscar nuevos clientes, de puerta en puerta y de timbre en timbre, teniendo que readaptarse a la rutina de vendedor domiciliario.

Llevaba unos meses trabajando así, cuando su jefe, un lunes como cualquier otro, al encontrarse ambos en la oficina, le dijo que necesitaba hablar con él para hacerle lo que llamó una “propuesta que puede  interesarle”. Una semana más tarde, se concretó la reunión entre el jefe y el vendedor de seguros de vida; y en ésta, aquel lunes en la mañana, el jefe le contó que muy pronto empezaría una capacitación para los vendedores recientemente contratados y en la que a él –al jefe– le interesaba contar con la presencia del vendedor, dada su larga y exitosa experiencia, quien se encargaría de ofrecer algunas charlas y conferencias sobre lo que tan bien sabe hacer: vender seguros de vida.


Tras concluir la charla con su jefe –diciéndole que le tendría una respuesta a la propuesta para después de almuerzo–, salió del edificio llevando su inseparable maletín, rumbo al sector de la ciudad que tenía asignado para ir en busca de nuevos clientes.