cuando súbitamente despertó. Tardó un par de segundos en reconocer el
lugar en el que estaba, para después bostezar y desperezarse sin hacer ruido.
Miró su reloj, notando que había dormido más de lo que tenía planeado. Decidió
irse de vuelta a su casa, donde podría descansar más cómodamente.
Pasó primero por el baño, antes de encaminar sus pasos hacia el ascensor.
Salió de prisa, logrando evitar a su jefe; y una vez afuera, caminó hasta una
avenida cercana y tomó el bus de costumbre rumbo a casa.
La tarde estaba gris, amenazante de lluvia. Pero no llovió, por lo menos
mientras el vendedor recorrió el camino hasta su casa, pensando –entre otras
cosas– en la sobrina de su jefe que, de no ser por lo antipática, sería una
mujer realmente encantadora. Probablemente la vería al día siguiente, pensó;
era seguro, de todas formas, que la volvería a ver, al menos en la oficina; y
tal vez, con el paso de los días, su antipatía podría dar paso a una actitud
más amigable, menos prepotente; quizás, podría bastar con demostrarle que él no
era el don nadie que ella creía ver en él.
Llegó a la casa con la firme intención de preparar la charla que debía
dar al día siguiente. La de ese día había salido mucho mejor de lo esperado;
pero había tenido suerte, pura suerte de principiante. Además, tenía el ligero
presentimiento de que la sobrina del jefe estaría presente en su charla. Sin
embargo, una vez en casa, una fatiga profunda se hizo sentir en su interior,
recordándole la siesta truncada en la oficina del archivo. Decidió prepararse
un buen café con leche, ver un rato de televisión e ir pensando en el tema
sobre el que versaría su siguiente charla.
No se fijó mucho en la
pantalla ni definió el tema que trataría; mientras tomó su café, recordó con orgullo
y satisfacción algunos de los momentos estelares de su primera charla, esa
misma mañana. ¡Había conseguido imponerse frente al público ganándose algo
parecido a la admiración por parte de su jefe! El vendedor de seguros de vida
llevaba ya muchos años sin sentir el orgulloso placer del deber bien cumplido.
Desde el ascenso que le dieron cuando echaron a Patiño, no sentía una alegría
similar, aunque en esta ocasión no había sido necesaria la desgracia ajena para
enaltecer sus méritos propios. Había hablado sobre lo que sabía hacer; y
hablando, simplemente hablando, había demostrado su experiencia en el campo de
las ventas y la persuasión.
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