como quien pasa
las páginas de una revista muchas veces vista, quiso no tener nada en que
pensar, en especial nada sobre aquella segunda charla que debía dar. Ya había
escrito algunas frases sobre una hoja; tal vez con eso debía bastar para que no
se le olvidase lo que había elegido como tema. Su jefe ya lo respetaba y ni qué
decir del puñado de vendedores novatos. Sólo faltaba ella, la sobrina, por
respetarlo. Pero ella –se le notaba a leguas– sólo respetaba a quienes
demostraran una generosa capacidad adquisitiva. Y entre ese grupo, él jamás
había estado. Siempre el dinero había sido su punto más frágil: en el colegio,
cuando sus compañeros lucían orgullosos las bondades económicas de sus padres;
o después, cuando la plata no le alcanzaba para terminar la borrachera y debía
contentarse con quedarse a medio camino entre la sobriedad y la ebriedad. El dinero,
siempre el dinero, por un poco de respeto.
Eso se veía en
cada nuevo canal: la sonrisa parecía estar vedada para los sin-plata. Y en el
fondo, la única razón que tenía para dar bien esas charlas era la esperanza de acercarse
a un condenado aumento salarial o, al menos, una bonificación económica con la
que poderse dar algún lujo. Más razones no tenía: nunca le ha interesado
hacerle propaganda al ingrato oficio de vendedor domiciliario, ni le interesaría
que aquellos novatos aprendan a hacerlo bien...
Sólo le llamaba
la atención tener dinero suficiente como para no tener que pensar más en cómo
conseguirlo. Si fuera así, podría sentarse más cómodamente en su sillón y
olvidarse sin inconvenientes de la vida más allá de las paredes de su
apartamento; y dejarse encandilar por la tibieza de las imágenes que sobre la
pantalla se suceden, invitando a quien se acerque a abandonarse a otra
realidad.
¿Debía realmente
hacer algo más por la charla del día siguiente? ¿Debía realmente mantener la
esperanza de ganar algo especial por ese esfuerzo extra? No, no debía; pero
como llevado por un caballo más fuerte que cualquier jinete, su pensamiento no
dejaba de girar en torno a imágenes y sonidos de la aseguradora, que no le
permitían sentirse del todo en su propia sala.
Bajó todo el
volumen del televisor, cerró los ojos y suspiró buscando la calma. Como
cortinas de colores cambiantes, miles de imágenes y sonidos encerraban su
pensamiento; y él quería ver otras cosas, escuchar otros sonidos; y, de
repente, buscando algo diferente en lo que pensar, una imagen fugaz cruzó su
mente, dejando a su paso un escalofrío pasajero y muy intenso, que le recordó
de inmediato la noche anterior y sus pesadillas.
Abrió los ojos con
brusquedad. Algo dentro de él no estaba marchando bien. Podía tener que ver con
las últimas novedades (eso de dar charlas, enseñar su oficio, interactuar con
gente nueva, no estar vendiendo seguros, tener un horario más corto, ir a
almorzar con el jefe, conocer su sobrina, ...); podía estar relacionado con
algún malestar estomacal o podía ser un síntoma más de su lento envejecer.
Podían ser muchas cosas, más de una a la vez.
Lo que estaba
claro era la sensación de no querer dormir aún, muy similar a la sentida la
noche anterior antes de las pesadillas. Y no quería tener más pesadillas; eso
también estaba claro. Sin embargo, quería descansar, desconectarse del mundo,
dejarse dormir, para estar mejor preparado para el día siguiente...
Subió el volumen
del televisor una vez más. Cambió algunos canales y se detuvo en una
transmisión en directo de fútbol. Ninguno de los dos equipos en disputa
despertó algún tipo de empatía en el vendedor. Trató de seguir el juego,
interesarse por el apellido de los jugadores, hacerle fuerza a algún bando. No
lo consiguió; pero, en su lugar, logró recordar un episodio vivido años atrás,
durante un campeonato mundial de fútbol, cuando vendió un seguro de vida a una
mujer; un seguro a nombre de su esposo, teniendo como primera y única
beneficiaria a esa mujer, la misma que aprovechó lo concentrado que estaba su
marido viendo el fútbol para hacerle firmar los documentos que formalizaron la
adquisición del jugoso seguro.
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