su jefe le preguntó si deseaba quedarse a la charla que dictaría el
hombre de tesorería. El vendedor, con gran delicadeza, respondió que no, ya que
debía revisar los expedientes de algunos clientes y preparar la siguiente
charla. El jefe no insistió; simplemente le pidió que estuviera de vuelta al
otro día en la oficina antes de que dieran las ocho y media de la mañana.
Se despidieron; el jefe entró a la sala de juntas y el vendedor a la sala
en donde se archivaban los expedientes de todos los clientes de la aseguradora.
Una vez adentro, a puerta cerrada, sabiendo que nadie habría de interrumpirlo
allí, se acomodó en la única silla que encontró y, sin pensar más que en
dormitar un rato, se dejó vencer mansamente por el sueño. No era la primera vez
que dormía allí una siesta; y además, pese a no haberlo dicho explícitamente,
su jefe le había dado la tarde libre.
Soñó. Y sus sueños comenzaron con el rostro y la voz de un antiguo
compañero de trabajo que, algunos meses atrás, por un problema que tuvo con el
jefe, la aseguradora y un cliente, se vio obligado a dejar la empresa y a
buscar otro trabajo en otro lugar con otra gente. Nunca tuvo una buena relación
con ese colega suyo; la competencia siempre impuso entre ambos un abismo
infranqueable; y cuando se enteró de lo que pasaba con él, el vendedor de
seguros no movió un dedo para solidarizarse con la causa de su compañero caído
en desgracia. Tampoco sembró cizaña. Sencillamente, se limitó a hacerse el que
no sabía nada al respecto, administrando su presunta ignorancia ante los demás.
Su compañero, al parecer, no cometió –a la hora de ejecutar su robo– más error
que el de tener una pésima suerte; y también tuvo que asumir las consecuencias
de no tener en la compañía quien estuviera dispuesto a hablar bien de él, en
caso de tener problemas graves.
Lo cierto era que a Patiño –como se apellidaba aquel compañero suyo– había
logrado derrotarlo. Tras su salida de la aseguradora, no había vendedor en la
empresa capaz de competirle; y esto quedó demostrado con el humilde aumento
salarial que su jefe, por iniciativa propia, accedió a darle, más por desquite
contra el traidor que por simpatía hacia el vendedor vencedor.
Patiño quiso hacerse rico, alterando algunos documentos en la empresa,
inventándose un seguro de vida adquirido por un presunto enfermo terminal. La
idea era sencilla: cobrar la póliza de un hombre recién muerto, fabricando
documentos que demostraran ante la aseguradora la existencia, desde muchos años
atrás, de un seguro de vida en el cual Patiño aparecía como primer y único
beneficiario. Pero el plan falló por un detalle muy simple: celebró antes de la
victoria.
Patiño, al ponerse en evidencia, lo negó todo. Tuvo, de alguna manera, la
suerte de no alcanzar a cobrar la póliza.
-
No se le olvide –le dijo el jefe a Patiño, frente a otros vendedores– que en esta
aseguradora sólo trabaja gente honesta, nada de ladrones.
Horas después, Patiño había conseguido llegar a un arreglo con el jefe,
tras una acalorada discusión que trascendió las paredes del despacho del jefe.
Y fue acalorada porque el jefe se negó a pagarle liquidación, a cambio de no
entablar en su contra una demanda ante un juzgado, por tentativa de fraude o
algo similar. El argumento del jefe era rotundo: la aseguradora podría pagarle
la liquidación que merecía, pero Patiño tendría que gastar ese dinero –y quizás
más– pagando abogados con los que defenderse de la causa jurídica que tendría
prácticamente perdida desde el comienzo.
Patiño tuvo que aceptar; y por la empresa no se volvió a saber de él.
Aunque aquí no acabó la cuestión: el jefe, aún enardecido por la decepción
sufrida, le dio un ultimátum a todos sus vendedores: debían superar una cuota
mínima de seguros vendidos durante el trimestre siguiente; todo aquel que no la
alcanzara, saldría inmediata e inevitablemente de la aseguradora.
-
No me importa si me quedo sin vendedores –se dijo que llegó a decir el
jefe, demostrando su determinación.
Al cabo de esos tres meses, no fueron muchos los vendedores que no
alcanzaron a vender ni lo mínimo; pero sí fueron suficientes para que su
ausencia se notara en la aseguradora, una vez el jefe cumplió su palabra de
sacarlos de la empresa.
La disminución de vendedores domiciliarios obligó al jefe a hacer dos
cosas: (1) Buscar nuevos vendedores, en lo posible jóvenes y sin demasiada
experiencia; (2) Obligar a algunos empleados de oficina a retomar el camino de
las calles y cubrir con su trabajo la ausencia de los vendedores echados. Esto
último hizo que el vendedor de seguros de vida, que por aquel entonces se
desempeñaba como asesor comercial fijo en oficina, tuviera que abandonar su
cubículo asignado en el quinto piso del edificio de la aseguradora, y salir a
buscar nuevos clientes, de puerta en puerta y de timbre en timbre, teniendo que
readaptarse a la rutina de vendedor domiciliario.
Llevaba unos meses trabajando así, cuando su jefe, un lunes como
cualquier otro, al encontrarse ambos en la oficina, le dijo que necesitaba
hablar con él para hacerle lo que llamó una “propuesta que puede interesarle”. Una semana más tarde, se
concretó la reunión entre el jefe y el vendedor de seguros de vida; y en ésta,
aquel lunes en la mañana, el jefe le contó que muy pronto empezaría una
capacitación para los vendedores recientemente contratados y en la que a él –al
jefe– le interesaba contar con la presencia del vendedor, dada su larga y
exitosa experiencia, quien se encargaría de ofrecer algunas charlas y
conferencias sobre lo que tan bien sabe hacer: vender seguros de vida.
Tras concluir la charla con su jefe –diciéndole que le tendría una
respuesta a la propuesta para después de almuerzo–, salió del edificio llevando su inseparable
maletín, rumbo al sector de la ciudad que tenía asignado para ir en busca de
nuevos clientes.
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