se dijo al ver lo escrito en la hoja, convencido de repente de que gastar
tiempo preparando esa segunda charla era una verdadera estupidez. ¿De qué podía
servir si lo más probable era que improvisando le saliera la charla igual o
hasta mejor que habiéndola preparado? Además, se decía, era sencillamente
imposible que la sobrina del jefe se apareciera de mañana a escucharlo hablar,
como si no tuviera asuntos más importantes que atender.
No podía negar que la relación de él con su jefe, en muy poco tiempo,
había mejorado notablemente; pero eso no significaba más que sólo eso: el jefe
estaba volviendo a confiar en él y eso no implicaba, en ningún momento, ni un
ascenso ni un aumento ni, mucho menos, la posibilidad de dejar de ser visto
como un vendedor más, un simple vendedor más, que se gana la vida persuadiendo
gente.
Clavó su atención nuevamente sobre la pantalla encendida. Era la mejor y
más cercana opción para no pensar en si tenía o no sentido aquello que se había
propuesto decir en su charla del día siguiente. Sin embargo, no regresó a su
cómodo sillón; se quedó viendo las imágenes desde lejos, sin el control remoto
a su alcance, sin fijarse mucho en la telenovela que transmitían a esa hora,
concentrado en el recuerdo de aquellos rostros de vendedores novatos, presumiendo
atenderlo, cuando se notaba a leguas que, de no ser porque estaba allí el jefe,
no habría habido en la sala más público que las paredes, las mesas y las sillas
vacías.
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